Por Mariano Valcárcel González.
En mi piso habita un gato, por nosotros llamado Quillo. Lo tenemos desde el dos mil, así que va teniendo una edad. Tiene una salud de hierro, el jodío.
Este gato se ha adaptado a nuestra forma de vivir, a nuestras rutinas, que ha hecho suyas, tal y de forma que hasta él me indica, cuando llega el momento, que debo irme a la cama. Porque su horario es nuestro horario. Y también me indica, con toda lógica, la hora de levantarme. Y si mi esposa viene al despacho, donde estoy haciendo tontunas como la presente, él se viene de inmediato para interponerse entre los dos, que es como le gusta estar. Ni que decir tiene que este animal es como de la familia; vamos, en realidad uno más.
Es un gato; un animal.
Desde el inicio de la humanidad, tras periodos de adaptación y supervivencia, el homo tuvo una relación especialmente estrecha con los animales. Los cazaba, cierto es (si no lo cazaban a él), porque les eran necesarios; pero también procuró acercárselos, obtener su compañía, también por necesidad. De esto saben y pueden explicar mejor y más que este triste maestro, los especialistas. Pero una cosa queda clara, a pesar de otros aspectos: que la domesticación de animales no siempre y únicamente fue para aprovecharlos como alimentación o recursos… Se establecieron relaciones que superaron con mucho ese marco. La frase «El perro es el mejor amigo del hombre» lo dice todo. Y, donde pongo el perro, ponga usted cualquier animal con el que establezca una relación duradera.
Esta convivencia ha sido muchas veces difícil y muchas veces traicionada por el hombre. El hombre se ha comportado en demasiadas ocasiones con el espíritu salvaje de sus antepasados prehistóricos. Demasiado llevar al pie de la letra el supuesto mandato del Génesis: el dominio del hombre sobre la tierra y sus productos (y los animales, como uno de ellos). Bajo este supuesto mandato divino, se justificó y se justifica todavía cualquier desmán que se cometa contra cualquier animal (peor, mucho peor, contra cualquier animalillo que se arrimó a nosotros). Y siéndonos necesaria todavía la aportación animal para nuestra supervivencia (proteínas alimenticias y materias diversas), pese a los movimientos veganos y otros más de moda, es bien cierto que se pueden suavizar y adaptar a los tiempos los modos y formas de obtenerlos, haciendo innecesario el sufrimiento gratuito de los animales.
Sabido es el procedimiento necesario para obtener el foie de oca o pato. Sabida es la matanza de delfines, ocultada, en algunos países considerados cultos. Sabido es que para tener ciertas pieles se deben criar a esos animales con métodos dirigidos en exclusiva a la obtención de las mismas. Sabido es que el cerdo no quiere ser sacrificado en matanza popular o casera, para ser luego descuartizado, salado, cocido… Aquí entra la procedencia de tales métodos, su necesidad o no hoy día de seguirlos y la sensibilización no hipócrita de la sociedad.
La utilización de los perros, por ejemplo, como animales domésticos desde el origen de los tiempos no justifica ahora ciertas costumbres. Siempre tendré en mi retina la penosísima impresión que me dio, entrando en un pueblo cercano al mío, donde estaba yo destinado, la imagen de dos galgos colgados del cuello en un olivo. Terrible. Y alguien diría que era una costumbre de los cazadores, que eliminan a los canes que ya no les sirven (abandonarlos no es mejor). Costumbres, tradiciones…
¿Las costumbres y tradiciones justifican lo que todos sabemos? En este tiempo, ¿de veras lo justifican? Yo he estado en contrabarrera en varias corridas, por cosas de la información, y he visto de todo… Hasta tratar al pobre torerillo, que quiere torear como sea, peor ‑creo‑ que al mismo toro, lanzándolo al ruedo con fiebre y herido recientemente (e inyectándole ocultamente sustancias para que aguante el segundo toro)… ¿Todo en aras de una tradición y una costumbre?
Nuestros vecinos los portugueses, sin renunciar totalmente al espectáculo del toro bravo, han sabido hacerlo mejor.
Es ridículo un animalismo que no solo equipare al animal con la persona; esto no es lo malo; lo peor es que se dé ya al animal más valor que a la persona. Pero no es fenómeno de ahora, de moda; que este animalismo, en sus manifestaciones más perversas, ha existido siempre. Pues ¿qué pensarse de esas personas que quieren más a sus animales que a sus pares en la especie?, ¿esas que se gastan más dinero en una mascota, en su cuidado, en su alimentación, que en los humanos que a su lado pasan necesidades y hambre?, ¿eso sí es de recibo?, ¿es admisible…? Ahí, el animal no tiene culpa: la tienen sus dueños. Culpa de lesa humanidad.
La consideración al animal, que nos acompaña, nos protege, nos anima, nos da una excusa para hacer algo, para vivir, esa consideración de ser uno más, es cierta y no debiéramos descartarla nunca. Se da una fusión animal/humano, a veces más fuerte que la del humano con sus otros.
El mendigo que siempre va acompañado del fiel perro, sí: el perroflauta.