Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
En esta disertación, acerca de los menos favorecidos físicamente, que también de los agraciados, Ramón Quesada nos hace un relato de los fundamentos fisiológicos de los feos históricos de solemnidad, autóctonos y foráneos, entrando incluso en disquisiciones religioso‑filosóficas. No obstante, omite la procedencia del patronímico, de un tal Francisco Picio, natural de Alhendín (Granada); un condenado a muerte, a quien, en los últimos minutos, estando en capilla, se le cayeron las pestañas, las cejas y la cabellera. Tuvo la suerte de ser indultado, pero el pelo ya no lo pudo recuperar, quedando de por vida con una figura espantosa.
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Todos los niños, cuando nacen, dicen que se parecen a papá o a mamá, a la abuela que Dios tenga en su gloria o al primo Abilio, el que está en Carrascalejo. Yo creo que los niños, cuando nacen, no se parecen nada más que a ellos mismos. Luego, por herencia fisiológica y desarrollo, es cuando los peques empiezan a tomar el parecido de los padres casi siempre, pero raras veces el de la abuela y casi nunca el del pariente jareño que con nada colaboró. Por otro lado, ocurre, en esto de los parecidos, que los que al mundo vienen guapos o “bien plantaos”, por circunstancias, pueden llegar a ser feos; pero a estos no los podrá mejorar ni la madre que los alumbró.
Al entrar en este punto de los nada agraciados físicamente, me viene a las entendederas un chascarrillo que me contara un amigo de copas de Juan, “El Nuestro”; personaje socarrón, siempre con “fragancias” de mosto reconocido, al que ustedes ya reconocen de otras vivencias. Resulta que, cuando por una de las aceras un complaciente marido («El hombre casado es el más paciente de los animales domésticos», señala Ramón y Cajal) paseaba a su crío más feo que Picio, se le acercó un abuelote socarrón y picante para decirle: «Perdona que te lo diga, Gaudencio, pero tienes un hijo feísimo». «Sí, pero los chiquillos dan muchas vueltas», contestó el padre. «Este tuyo, ni que estuviera diez años montao en los caballicos», terminó el abuelo guasón.
Cuando en una cierta ocasión preguntaron a Francisco de Quevedo el porqué de su fealdad física, el siempre contradictorio y enigmático poeta, como aquel filósofo dijera al astrólogo mal encarado, contestó: «Tu vista es peor que la mía y además te gana en prudencia».
Nacer feo, o nacer guapo, es cuestión de suerte y de sangre. Es, además, hasta divertido que cada uno tenga su propia imagen “homologada” e irrepetible. Es como en las flores: si usted pasa por un jardín en mayo verá que las flores, tan parecidas, no son iguales. Las hay a punto de abrir, lozanas y ajadas, pero siempre una flor es bella pese a su estado. Claro que si el hombre “se pasa”, al final no queda precisamente como una flor, aunque esta sea la de un cardo borriquero.
Hemos vencido mucho a los años; pero no hemos podido ni con la vejez ni con el pasado. En realidad, un mueble sin uso, un plato de manís o una navaja de Albacete, son siempre lo mismo, porque su ancianidad no vence. Por eso, no tiene fealdad y sí contraste y valor. Han envejecido con la misma nobleza que el vino y el jamón y han adquirido, por tanto, propiedades de buen sabor hasta valorizarse por ello. El hombre, contrariamente, se desvaloriza conforme gana en edad. Eso sí, sólo él tiene algo eternamente excelente y maravilloso que supera a la hermana flor: el alma. Pero el alma del hombre, para su desgracia, se afea, muere y arde en pecado si se “independiza” de la fe, verdadera opción sobrenatural para adjudicarse el cielo ofertado, al abandonar este valle de lágrimas.
El afeamiento, que para los feos no tiene que ser ninguna desgracia, posee, como la guapura, sus seguidores y sus adeptos. De vez en cuando, con el bombo y platillo que requiere la originalidad del caso, los medios de difusión nos sorprenden con concursos de feos y sus “severísimas” bases. Se organizan con la misma minuciosidad que los de las misses y a ellos acude la flor y nata de estos hijos de Eva venidos al mundo para que, como en botica, haya de todo. A uno de estos concursos, celebrado no hace muchos años en una ciudad mediterránea, cuentan que se presentó un tío tan feo que tenía la mismísima cara de Drácula. El mismo Viad Tepes, tachado en las leyendas alemanas y húngaras del siglo XVI de “bárbaro” y “tirano”, porque decían tener propiedades vampirescas, “disfrutaba” de un rostro tan nada agraciado que a lo mejor por ello, al mirarse al espejo, creara su versión del Conde Drácula de Bram Stoker.
No cesa aquí la cuestión en cuanto al “privilegio” de los que se saben feos de nacimiento. Muchas personas, sin ser necesariamente feas, llevan este adjetivo como nombre. Ejemplo: Julio Feo, antes secretario del presidente del Gobierno español. Dentro de la gama de los muñecos, Pinocho, personaje de varios cuentos infantiles ideado por el italiano Carlos Collodi, aparte de simpaticón, como feo es todo un portento. Cuasimodo, de Víctor Hugo, y Frankestein, de Mery Shelley, son de horrible fealdad física, si bien con delicadeza de sentimientos. Otro de estos personajes a los que nuestro Quevedo inmortalizó precisamente por su fealdad fue el “A un hombre de gran nariz”, uno de sus mejores sonetos satíricos. Y de las fealdades creadas por Daniel Farson para sus libros y los dibujos del polaco Boleslas Biegas, ¡qué vamos a decir!
Es de dominio público eso que dicen por ahí de que «El hombre y el oso, cuánto más feo, más hermoso». Es un decir tonto, tontísimo; pero con frecuencia vemos que este refrán, que por algo lo recoge Martínez Kleiser en su Refranero General, no es un capricho ni una bobada. El otro día, sin ir más lejos, muchas personas pudimos ver por esta ciudad a un ejemplar masculino que hacía volver las miradas a las damas y a las niñas. Era elegante, pese a ser verano, de buen porte y hercúlea anatomía. Su cara, no obstante, era de las nada recomendables para salir de noche; y, según la mueca de su boca ‑así como de chupar limón‑, me parece que las miradas de las féminas le acomplejaban, a pesar de su “facha” de seductor y tragahombres.
(09‑09‑1988)