Por Dionisio Rodríguez Mejías.
No conocía a nadie con tanto desparpajo. La miré, se echó a reír, me cogió de la mano y me llevó a la última fila. Olga me desbordaba. Aquella acción que hoy parece inocente e infantil, entonces equivalía a una incitación en toda regla. Nos sentamos en el centro, sin soltarnos la mano. Como si no le diera al asunto mayor importancia, me puse a mirar la película y ella, en respuesta a mi aparente desinterés, acomodó su cabeza en mi hombro y empezó a besuquearme la oreja, mientras yo miraba la pantalla. Allan(Woody Allen), un solitario al que acababa de abandonar su mujer, le entraba a una chica con intención de ligar, siguiendo las instrucciones de Linda (Diane Keaton), en la escena del museo. Tímidamente, le pedía su opinión sobre un cuadro y la chica respondía con una farragosa explicación llena de tecnicismos y manifestaciones existencialistas. Allan la escuchó con atención; pero, cuando acabó de hablar, tragó saliva y preguntó a la muchacha con suma sencillez.
—¿Qué tienes pensado hacer el próximo sábado?
—Suicidarme —contestó ella muy segura—.
—¿Y el viernes por la noche? —insistió Allan muy apocado—.
Olga se echó a reír, me dio otro mordisquillo en la oreja y yo me giré con intención de besarla; pero, antes de que lo hiciera, me dijo con los ojos muy abiertos.
—Si vuelves a intentarlo me voy del cine. ¿A qué crees que hemos venido?
Pensé que debía disculparme. Aquel corte no me lo esperaba.
—Lo siento, no puedo creer que lo haya hecho. Perdona.
La carcajada hizo volver la cabeza a la pareja que estaba en la fila de delante.
—¿No querías hacerlo? ¿De verdad no querías? Se te caerán los dientes por embustero y te crecerá la nariz. Es la segunda mentira que echas esta tarde.
Me cogió la cara, me besó jugueteando con el chicle y me dijo:
—¿Quieres uno?
Sin esperar respuesta, se sacó la bolita de la boca, la pegó bajo el asiento de la butaca y siguió con el chupeteo, retorciéndose y apretando su pecho contra el mío. ¡Qué sofoco! Al poco rato, cogió el chicle y volvió a metérselo en la boca. Por unos instantes, se quedó en silencio, arrellanada en la butaca, y dijo mientras miraba la película.
—¿Lo ves? A esto habíamos venido. Estaba loca por hacerlo.
Se abandonó a mis caricias hasta el final de la película y, cuando se encendieron las luces, seguíamos besándonos. No nos despegamos hasta que oímos las protestas de un señor muy serio, que estaba unas filas delante de nosotros.
—¡Un poco de decencia! Que están ustedes en un establecimiento público.
—¡Vaya “peli” tan corta! —respondió ella, mirándome con una pícara sonrisa—.
Aquella chica era el demonio. Pasé una tarde inolvidable, y pienso que aquel día perdí la inocencia. Eran las nueve y media de la noche. Al salir al vestíbulo, se sacudió su preciosa melena, que le cayó sobre los hombros hasta la mitad de la espalda.
—Te hace falta un corte de pelo —dijo, pasándome los dedos por la cabeza, como si me peinara—.
Aproveché el momento para ir al lavabo, a ver la pinta que tenía, y no me equivoqué: estaba sofocado, con el cuello de la camisa manchado de carmín.
Aquella noche, Barcelona me parecía la capital más hermosa del mundo. Era una delicia pasear sintiendo el rumor de la ciudad: taxis, tranvías, motos con jovencitas subidas en el asiento trasero y todas las luces de las calles encendidas. Hacía una noche espléndida. Cosas, a las que nunca había prestado atención, que me parecían maravillosas. Tuvimos que apartarnos para no tropezar en la acera con un borracho que no cesaba de repetir una y otra vez: «Te he dicho que mañana te pago, y mañana te pago. ¿Está claro?». Daba pena ver con qué seriedad se tomaba, el pobre hombre, aquella tontería. Cosas del vino.