La feria es de los niños (cuento)

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Los niños en esta narración son el acicate de los que Ramón Quesada se vale para introducirnos en los tiempos de la reconquista de Úbeda por el rey Fernando III. Interesante, como increíble, cuento que saca a la luz verdaderos datos históricos.

Aunque os quiero mucho y siempre estáis en mi corazón, hace ya tiempo, queridos amiguitos, que no me he dedicado a vosotros como solía hacer al comienzo de mis tareas literarias. A lo mejor es que me estoy haciendo viejo y os tengo envidia. Pudiera ser. Pero hoy, que tengo motivos para sentirme de vuestra edad, pese a mis preocupaciones, he recordado algo muy bonito que leí a un gran escritor de Úbeda y os voy a explicar por qué este tenía razón para decir tal cosa.

Dijo algo así como que «La feria es de los niños» y que nosotros, los mayores, que hasta fabricamos guerras, os la hemos quitado. Lo vais a ver. Poned atención.

Corría el año de gracia de 1234, cuando las huestes de un rey santo se disponían a conquistar la villa, entonces bajo los dominios de los hijos de Mahoma que, como sabéis, son los musulmanes.

Al llegar las tropas a la colosal muralla que daba seguridad a todo un pueblo, la campanita de una pequeña iglesia cercana comenzó a tañer sin que, al parecer, mano alguna moviese el badajo. Al ver aquel prodigio, el caudillo cristiano se levantó la celada, se alisó el bigote y mandó a su capitán que subiese a la torre y le facilitara recado del raro acontecimiento, pues más bien daba sensación de milagro que de otra cosa. Marchó el oficial sobre brioso corcel y, a poco, librando como pudo las saetas de la morisca, regresó hasta donde sus tropas estaban acampadas, llevando junto a su cota de malla a un niño de unos siete años que, por su belleza, daba la impresión de ser más bien ángel que persona. Al verle, sorprendido el rey, le preguntó:

—¿Quién eres? ¿Eres tú el que tocaba la campana?

—Sí, buen señor; y soy hijo de los sacristanes de aquella iglesia, prisioneros de Tarif desde ayer.

—¿Por qué y para qué tocabas?

—Es que no quiero que los moros maten a los que llegan con la Cruz —contestó el pequeño mientras que, con tembloroso dedo, señalaba hacia las estribaciones del cerro La Trapera—.

Efectivamente. Allí agazapados y enseñando sólo las puntas brillantes al sol de gallardetes y lanzas, que se extendían hasta La Triviña, estaban los mahometanos para sorprender a los cristianos entre dos frentes: los que atacarían desde murallas y almenas y aquellos que se escondían entre malezas, olivos, vides y rastrojos.

Se libró encarnizada y sangrienta batalla y, luego de varias horas de acoso y lucha, las mesnadas del rey Fernando sitiaron y tomaron la villa, gracias al favor de aquel niño llamado Miguel. Era el 29 de septiembre del año citado. Generoso el monarca y después de dar gracias a Dios e indicar terrenos donde se levantarían ermitas, organizó toda clase de festejos para celebrar la victoria y honrar al niño que tan impensadamente le había llevado a ella, y que, sentado en un áspero saliente de la muralla, se encontraba más triste que alegre, lo que llamó la atención del buen caudillo.

—¿Qué te ocurre, Miguel? —quiso saber el soberano—.

—Quiero un caballo —contestó hipando—.

Entonces el rey santo, rascándose la rebelde cabellera, preocupado ante la imposibilidad de satisfacer al pequeño, porque los caballos eran rebeldes y muy grandotes para él, después de un momento de reflexión, mandó desmontar uno de los trabuquetes de ataque y, con sus propias manos, hizo para el mocosuelo un maravilloso caballito de madera con montura, ruedas y todo. Le agradó tanto que, estando el rey recostado sobre los arneses de su alazán, en las barbas de este depositó el más tierno y largo de los besos, respondiendo el rey…

Al atardecer y cuando ya aparecían tímidas las primeras estrellas, los soldados dejaron alabardos y adargas y prendieron fuego a hogueras en las calles; y, vestidos de chilabas, babuchas y turbantes, que los moros en su huida abandonaron, bailaron y comieron golosinas ofrecidas por los del lugar, alrededor de las fogatas y del niño que, sin apearse de su caballito de madera, no podía contener la alegría, aumentada por la libertad de sus padres. Un fornido soldado, ya con evidentes señales de embriaguez, comenzó a tirar de las riendas del jaco de juguete y a dar vueltas, con éste y Miguel, en torno a la pira, naciendo así para toda la vida el primer carrusel de la historia.

A continuación, el monarca hizo público un edicto, por medio de uno de los heraldos, en el que nombraba regidor de la villa a Diego, “El Alguacil”, y establecía la primera feria de Úbeda así:

—Yo, el rey Fernando, por la gracia de Dios Todopoderoso, dispongo que desde hoy, festividad del santo arcángel san Miguel, en su honor y en el del niño que lleva su nombre, y que nos llevó a la victoria en la batalla que hemos tenido en sitio dominado por infieles, se celebren fiestas todos los años por estas fechas…

Así que ya sabéis, queridos niños, por qué la feria es de vosotros. Pero como sois tan buenos, no os importa que también nosotros los mayores participemos de vuestra alegría por san Miguel. Y nada más. Un besito a todos de este escritor metido a cuentista y… ¡hasta el año que viene!

(29‑09‑1983)

 

almagromanuel@gmail.com

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