1.- La lesión de Balastegui.
Había perdido un tiempo precioso, pero no me rendí: recordé la carta del cura de mi pueblo, llamé al Presidente de Ayuda Social Cristiana y me dijo la secretaria que estaba de viaje; escribí cartas a los colegios de jesuitas, haciendo constar que era antiguo alumno; compré La Vanguardia, subrayé anuncios; me gasté un dineral en fichas de teléfono y llamé a un sinfín de números sin resultado. Empecé a comprender que encontrar un trabajo en Barcelona no era una cosa fácil. No obstante, como en todos sitios me trataban con mucha corrección, confiaba en un final feliz, como en las películas de Hollywood. Yo estaba dispuesto a trabajar en cualquier cosa que me permitiera malcomer y pagar la pensión. Pensé en suprimir el desayuno y cenar un bocadillo; me propuse renunciar a cualquier diversión y pasarme estudiando los fines de semana; pero, a lo que no quería renunciar, era a estudiar en la universidad. No obstante, sólo faltaban unos días para que empezaran las clases, y seguía sin trabajo.
Hice cuentas: llevaba dos semanas sin pagar la pensión, estaba sin dinero, y la situación empezaba a ser desesperada. Aquella noche regresé con La Vanguardia, sucia y arrugada bajo el brazo, y como apenas tenía relación con “El Colilla”, miré de reojo a Catalina, le pregunté si había llamado alguien y ella, muy seria, me dijo que no. En el comedor, todo eran caras serias. “El Colilla” y yo apenas nos hablábamos y la cara de Catalina era la viva imagen del mal humor. Por fin, Emilio, aprovechando la llegada de Katia con una humeante fuente de sopa de Avecrem, se decidió a iniciar la conversación.
—Catalina, esa sopa huele que alimenta.
—Gracias Emilio. ¿Qué tal fue tu viaje a Lourdes? ¿Algún milagro?
—Muy mal, Catalina. Yo tenía otra idea de Francia; pero he visto que allí sólo hay sexo y depravación. ¿Y por aquí? ¿Fueron las niñas al fútbol?
—Sí, hijo, sí; vino Balastegui tan orgulloso, con sus entradas.
—¡Vaya mierda de entradas! —protestó Katia echando unas cucharadas de sopa en mi plato—. Nos metió en el córner de Mitre y casi no vimos nada.
—Pero el baile iría bien. ¿No?
—No hubo baile, hijo mío —replicó Catalina—. Una “deslocación” en la muñeca. Tenías que haber visto el vendaje que traía. Toda la tarde sin parar de quejarse y tomando un calmante cada tres horas. Acaba de llamar diciendo que llegará tarde, que está en la mutua, de recuperación.
—Lo que tú dijiste —aclaró la muchacha—. Salió a despejar un balón por alto, el delantero le hizo la cama y no se rompió el brazo de milagro.
Salió la muchacha del comedor y “El Colilla” miró a la patrona y dijo con ironía.
—Un poco delicado, el chicarrón. ¿No le parece, Catalina? ¡A ver si resulta que va a salir candongo!
Aprovechando que Katia había vuelto a la cocina, murmuró la patrona.
—No sé, hijo, no sé; pero yo creo que algo homosensual sí que lo es.
—Pues dígale a la niña que lo mande a freír espárragos, ahora que está a tiempo; que a su edad los mozos tienen poco margen de mejora y si la chica le coge afición al asunto, ya no hay marcha atrás.
Katia salió enrabietada de la cocina y cortó por lo sano.
—Ya está bien de criticar. ¡A nadie le importa si nos queremos!
—Pero, niña, escúchame bien que acabo de llegar de Lourdes y estoy bendito: tienes que ser razonable —medió “El Colilla” en tono paternal—. ¿No ves que tu madre lo hace por tu bien? ¿Se da cuenta, Catalina? A veces me sorprendo de mi bondad natural.
Pepita y el señor Sindreu no decían una palabra y Benito, el gallego, seguía a lo suyo. O sea, a la sopa de Avecrem.
—No hagas caso, Emilio —intervino la patrona—; esta niña es tonta. ¿Qué sabrá ella lo que es querer? A su edad, tenía yo dos novios formales y un maestro de obras, a punto de caer, que cada tarde venía a buscarme con un Gordini.
—¿Y cayó el maestro de obras, Catalina?
—Sí, hijo mío, sí: en Tarrasa. Se cayó desde el andamio de un quinto piso. ¡Qué desgracia tan grande! Ahora Katia podría ser, como poco, aparejadora o delineante y yo viviría como la Reina de Java.
—De Saba, Catalina: en la Historia no consta que en Java hubiera Casa Real.
Estábamos terminando de cenar, cuando Olga asomó la cabeza, dio las buenas noches, dijo que ya había cenado y se marchó a su cuarto.