La auténtica felicidad

Desde pequeños nos enseñan que hemos de alcanzar logros y metas importantes para conseguir la mayor felicidad posible, cuando lleguemos a mayores. Para ello, debemos portarnos bien con nuestros familiares, amigos y personas de nuestro entorno y así ser aceptados como miembros del grupo al que pertenecemos por nacimiento o devoción; y estudiar y prepararse concienzudamente para tener un porvenir el día de mañana, cuanto más alto socialmente mejor, porque se ganará más dinero y se tendrá mayor prestigio social, con lo que la garantía del éxito y la felicidad estarán aseguradas…

Con esa pedagogía, ponemos en práctica nuestros comportamientos vitales, como burros de noria que no hacen más que dar vueltas para sacar el agua del molino de otro y no del propio, dejando para el mañana (que nunca llega) el ser felices auténticamente, sin mover el agua de nuestra propia clepsidra…

Pero conforme el ser humano se va haciendo mayor, poco a poco, va aprendiendo, de una manera práctica y personalizada, principalmente mediante el más eficaz sistema de aprendizaje (acierto‑error), dándose cuenta de que precisamente la consecución de grandes proyectos y objetivos personales o sociales no le hacen sentir todo lo feliz que se figuraba o le habían prometido; pues la misma sociedad, la moda del momento histórico, del lugar geográfico y de los componentes del grupo en que cada cual se desenvuelve, etc., van imponiéndole nuevos hitos o retos que alcanzar, contaminando su misma voluntad en detrimento de su salud física y mental y de su auténtica felicidad personal. (Me refiero a la terrenal).

Es entonces, cuando llegada cierta edad (que es diferente en cada persona: según inteligencia, madurez y recorrido de su práctica vital), se da cuenta de que la felicidad no es un estado permanente y fácilmente alcanzable; y que, una vez conquistado, no se tiene en posesión para siempre sino que son momentos efímeros (más o menos duraderos, fugaces al fin), inaprensibles por y para siempre, que solamente pueden guardarse en la frágil memoria humana para revivirlos cuando se pueda, quiera o te dejen. Mientras que son precisamente esas pequeñas cosas, las que nos ocurren diariamente (o los sencillos momentos por los que pasamos a lo largo de nuestra existencia), las que nos van a proporcionar la mayor felicidad tangible que ayudará a vivir con calidad, alegría, prestancia y esperanza en este lugar terrenal, llamado por muchos “valle de lágrimas”…

Es entonces cuando el ser humano se da cuenta del largo e interminable listado de motivos por los que se ha de encontrar alegre y feliz diariamente: simplemente por sentirse vivo cuando se abren los ojos al amanecer y se encuentra sano y con una familia que le quiere; observando la fértil e incansable naturaleza en cualquier salida o puesta de sol; ver la sonrisa afable de cualquier persona de su entorno, y más si es de un niño, que es la más auténtica; oír esa palabra amable que le dedican (y más hoy en día donde parece que la expresión desagradable o soez es lo más “in”); ese beso enternecido de su alumno, hijo o nieto; la suave y tierna caricia de su esposa; el sabroso plato preparado con tanto mimo; aquel poema (leído en voz alta) que le trae tan buenas resonancias y recuerdos; cualquier charla afable con sus amigos más próximos; ese correo electrónico o guasap que con tanto celo recibe; esta oración personal que musita en silencio; la luz interior que le proporciona una buena lectura o una música selecta…

Todos estos pequeños momentos, todas estas sencillas cosas que realizamos todos los días de nuestra vida es lo que nos debe proporcionar la felicidad que tanto ansiamos y que, como el pueblo israelita, vamos permanentemente buscando cual “tierra prometida”. Tenemos que saber que la felicidad no anda demasiado lejos, sino muy próxima, tanto en el tiempo como en el espacio, y que hemos de conquistarla día a día, momento a momento, con una férrea y sabia voluntad; sabiendo que no es preciso viajar lejos o irse en su búsqueda a otros mundos (o con otras gentes) para que aquella sea completa, pues, incluso marchándose, siempre le acompañará el mismo y persistente deseo de ser feliz; y eso se va a encontrar en lo pequeño, en lo próximo, en lo cercano, en el día a día cotidiano, en todas aquellas pequeñas y sencillas cosas que realiza de continuo…; por lo que lo inteligente, práctico e higiénico es darse cuenta, cuanto antes, de ello y emprender su ejercicio diario, al igual que se hace deporte, la ruta del colesterol, la ingesta de pastillas que precisan su ineludible toma diaria… Es imprescindible proporcionarse un “chute” (mejor varios) de felicidad diario para que, alternando problemas y sinsabores humanos, entretejiendo (cada persona) su propio y genuino cañamazo, pespunteando esas pequeñas cosas (que juntas valen más que las grandes y que nos las venden ‑equivocadamente‑ nuestra interesada sociedad o los demás), irse confeccionando “el vestido de la felicidad a su medida” para enfundárselo desde el amanecer al anochecer. Así, los sueños nocturnos, serán una continuación del bello, plácido y sosegado vivir cotidiano…

Úbeda, 27‑7‑2014.

 

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