El arte de la pintura

(Johannes Vermeer)

El cuadro que presentamos, como tantos otros, ha recibido diversos nombres: “El arte de la pintura”, “El estudio del pintor”, “El pintor en su estudio” o “La alegoría de la pintura”, sin que tengamos la certeza de recoger, con esos títulos, la verdadera idea, el auténtico objetivo del artista. Norbert Schneider[1] ha desarrollado una tesis fundamentada, según la cual nuestro pintor tenía una intencionalidad histórico‑política que comentaremos más adelante.

Antes de adentrarme en el análisis de la obra, he de decir que me encuentro muy incómodo en mi preferencia por esta pintura, al comprobar que era uno de los cuadros elegidos por Adolf Hitler para exponer en su futuro museo de Linz (Austria) y que se permitió comprar para su colección. Nunca he encontrado una respuesta adecuada a la identificación de algunos dictadores con la pintura, bien como observadores, bien como pintores de cuadros, de mejor o peor factura. ¿Cómo es posible conciliar la extrema crueldad con la que actuaron algunos personajes como Hitler o Franco (otro aficionado a los pinceles), con la sensibilidad emocional y estética necesaria para contemplar la belleza de un cuadro o elaborar por su propia mano un paisaje, un bodegón o un retrato en los que se deja una parte del alma? Difícil tarea la de escudriñar los entresijos de unas mentes paranoicas que, tras asesinatos en masa, se recrean en la contemplación de un arte noble y digno. Dejemos que opinen los psiquiatras.

Entre la escasa producción artística de Vermeer (aproximadamente unos 35 cuadros) destacan los de pequeño formato. Éste, sin embargo, con unas dimensiones de 130 por 110 cms., destaca sobre la mayoría. Posiblemente, esa escasez productiva se pueda relacionar con su dedicación, como marchante, al comercio de cuadros, oficio muy común entre los pintores de la época, que compatibilizaban con la de pintor, aparte de gestionar también la taberna de su padre, herencia que daba dinero, pero le apartaba del mundo del arte. Utilizando la ironía, o no tanto, habríamos de decir también que su numerosa prole le restaría energías y exigiría ingresos que la pintura, por sí sola, no podía proporcionárselos[2], máxime cuando su fama no cobraría gran importancia hasta bastante avanzado el siglo XIX con la aparición del realismo y, sobre todo, del impresionismo.

El cuadro representa el estudio del pintor, en el que éste se nos muestra de espaldas, con ropa de trabajo, delante de un lienzo casi en blanco, donde comienza a pintar la cabeza de la joven que aparecerá a la izquierda, junto a la ventana. Este personaje es crucial en el cuadro, puesto que está adornado por un conjunto de elementos que le dan una indudable carga simbólica: un libro amarillo que representa la sabiduría, la corona de laurel y flores y un trombón que simbolizan la fama. Todo ello ha llevado a identificar este personaje con Clío, la musa de la Historia. Junto a la joven, vestida con falda amarilla y capa azul de seda, se halla una mesa de trabajo con unas telas, un libro abierto, probablemente de música, y una máscara que simboliza la escultura. Unos ricos y pesados cortinajes aíslan la escena en un ambiente teatralizado, donde se representan varias artes: la pintura, la escultura, la música, la literatura y, sobre todo, la historia, a través de la figura de la musa Clío y también por la presencia, en el frontal, de un mapa en el que se localizan las Provincias Unidas durante el siglo anterior, tras la guerra contra España. Los lugares destacados que ocupan Clío y el mapa hacen pensar a algunos historiadores en la defensa, por parte del artista, del estatus territorial anterior a la guerra franco‑holandesa de 1672 a 1678, a partir de la cual Luis XIV conquista para Francia el Franco‑Condado y algunas plazas de los Países Bajos españoles, que Vermeer, como otros pintores de su época, pretende ignorar. Toma así nuestro autor partido por la casa de Orange que defendía la situación anterior, aliándose con España y el Imperio para hacer frente a la amenaza de Francia que, con Luis XIV como su ambicioso rey, se había convertido en la primera potencia militar de Europa[3].

Por ello, en el cuadro, más que de una alegoría de la pintura, se trata de una sutil referencia de carácter histórico‑político en apoyo de los Orange, que habían luchado denodadamente contra Francia, convirtiéndose posteriormente en soberanos de Holanda y también de Inglaterra, a partir de la Revolución de 1688[4]. Estas razones hacen pensar que el título podría ser otro, tal como “Alegoría de la historia” u “Homenaje a la historia”; aunque lo importante de la obra no es, desde luego, su título, sino su calidad; y este cuadro la atesora.

Siguiendo la estela de los primeros pintores holandeses que utilizan el óleo, principalmente Jan Van Eyck, Jan Vermeer abandona pronto la llamada pintura histórica para adentrarse en la tradición holandesa: la pintura costumbrista o de género, en la que va a representar a la sociedad burguesa de su tiempo, perfeccionando y elevando a la cima la pintura intimista, de interiores, tan vinculada al arte holandés desde mucho tiempo atrás.

El tratamiento equilibrado del espacio, que con ligeras variantes repite en sus cuadros de interior, la mezcla de tonalidades suaves, nunca estridentes, que invitan a la paz y al sosiego y, especialmente, la utilización de la luz como elemento determinante de su pintura[5], lejos ya de las primeras contribuciones caravaggiescas, dotan a Vermeer de una personalidad propia y definida que le otorga un signo de distinción, en el sentido de diferenciación cualitativa, y también de excelsitud. Posiblemente, casi nunca se ha alcanzado tanta pureza lumínica en cuadros de interiores como con Vermeer. Y esa luz transparente del pintor de Delft tendrá su cumplida respuesta más de dos siglos después en la luz deslumbrante, casi cegadora, que emana de los cuadros de exteriores de nuestro gran Sorolla.

Una luz, por otra parte, cambiante, como se demuestra en la vista de Delft, que no es la misma al amanecer que al atardecer, en días umbrosos que en día soleados, a pleno sol que cuando el sol se esconde. Dicen que Vermeer pasaba todo el día observando los efectos de la luz en las distintas horas del día, por lo que dota a sus cuadros de una naturalidad visual que se distingue de sus contemporáneos. Una diafanidad del espacio y de la atmósfera, indisociables de su personalidad pictórica llena de naturalidad.

Abundando en el tratamiento de la luz, podemos añadir que esa luz esplendorosa y brillante mejorará sensiblemente la defectuosa, por incompleta, apreciación visual del ojo humano, gracias a la utilización de la cámara oscura, un dispositivo anterior a la cámara fotográfica que añadía nitidez a las figuras, que las hacía más próximas a la realidad que lo que podía recogerse en la retina del pintor, perfeccionando también la concepción espacial, ya de por sí espléndida.

Vermeer pasó bastante desapercibido durante mucho tiempo, pero quizás esa utilización de la cámara oscura, como estilo, influyó en el redescubrimiento de este gran pintor del siglo XVII, en pleno siglo XIX, como antecesor del impresionismo (Manet, Monet, Renoir) y de su derivación puntillista (Seurat, Signac) junto a los otros dos pintores holandeses que hemos comentado (Frans Hals y Rembrandt), precisamente cuando ya se estaba utilizando la cámara fotográfica.

Cartagena, 10 de marzo de 2014.

jafarevalo@gmail.com

 



[1] Efectivamente, Norbert Schneider en su biografía sobre Vermeer, editada por Taschen en 2007, aborda el sentido del cuadro que comentamos.

[2] Según consta en su biografía, de su matrimonio con Catherina Bolnes, tuvo 15 hijos, de los cuales le sobrevivieron 11. Muchas bocas que alimentar y cuerpos que vestir para tan magros ingresos como pintor.

[3] Esa es la razón por la que algunos historiadores, como el referido en la nota 1, rectifican la fecha de realización del cuadro, que muchos apuntan a 1666, colocándola a finales de 1672, después de la referida conquista confirmada posteriormente en el tratado de Nimega (1678), tan lesivo para los intereses de España.

[4] Perdonen la digresión histórica tan complicada de entender dadas las tornadizas alianzas, que obedecen a intereses políticos y económicos concurrentes en el espacio geográfico al que nos referimos y que tan cambiantes eran en los momentos de formación de algunas nacionalidades.

[5] Esa luz incorruptible de la que hablaba Apollinaire, que tanto se ajusta a la luz empleada por Vermeer.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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