Han pasado diez años

La línea de cercanías C-10 va desde El Escorial a Guadalajara. Yo he viajado en ella algunas veces, camino o vuelta de Alcalá de Henares.

Para los que procedemos de provincias atrasadas y olvidadas, como Jaén, donde esto del transporte público es un martirio, o por su práctica inexistencia o por su obsolescencia que nos devuelve al siglo diecinueve como mínimo, poder disfrutar de estos medios en la capital (o capitales) es maravilloso. Lo vemos con los ojos del paleto, cierto es, pero no menos verdadero que valoramos su importante servicio.

En los trenes de cercanías, como en el metro, viaja mucha gente, sobre todo en las horas punta. Para la misma, eso ya es rutinario. De mañana han de abordarlos, apenas si salido el sol (o ni siquiera), y con estoicismo o aburrimiento, o cansancio ya endémico, afrontan su trayecto. Hay quien lo tiene ya tan asimilado, tan rutinario le es, que hasta consiguen dormirse y fiar de su cronómetro biológico que lo despierte en el instante justo de llegar a su parada. Otros lo sobrellevan leyendo alguna novela o el periódico, oyendo música o tal vez alguna lección de inglés, o charla que deben aprender, por sus auriculares o cascos… Con las tecnologías actuales, proliferan las tabletas o los móviles de última generación, siempre consultados. Los juegos de estos aparatos también son muy utilizados durante los desplazamientos.

En el vagón, hay unos paneles que indican la hora, la temperatura y el apeadero próximo; incluso la megafonía nos indica los puntos del trayecto antes de llegar a cada uno de ellos, y sus correspondencias con otros trenes (hay quienes hacen varios trasbordos); pero los habituados y habituales (que son mayoría) ni les hacen caso. Sus rostros no expresan emoción alguna. Únicamente, al llegar a su destino, demuestran que tienen vida.

Son trenes proletarios. Aquí no hay zonas VIP ni áreas especiales, porque aquí no se suben directivos, consejeros, políticos ni empresarios. Ni futbolistas de primera división, ni toreros de campanillas, ni famosos del revisteo o de la infame telebasura. Ni estrellas de cine. Aquí viajan trabajadores y trabajadoras que van al curro con el temor en los ojos de que cualquier día no necesiten subirse al tren, porque ya no lo tienen; pedigüeños de voz alta que dicen estar muy necesitados; o vergonzantes que silencian su desesperación de ir cada día a solicitar empleo sin encontrarlo ni cómo tirar para adelante con la familia; estudiantes; empleados en los múltiples garitos ministeriales o comunitarios (o del ayuntamiento); enfermos a revisiones o a conocer un temido dictamen intuido; carteristas y descuideros; paletos embobados mirando por la ventanilla; turistas de medio pelo… Los convoyes van rápido, se cruzan unos con otros sin demostrarse cortesía alguna, cumplen en general sus horarios tasados con precisión.

En estos trenes también viaja la muerte

Como en otros medios de transporte, desde luego; como en nuestro auto cuando salimos a la carretera o en el bus al que optamos como alternativa; como en el avión que alguna vez cogemos o cogeremos; como en el ferry o golondrina costera que utilizamos en un verano soleado… La muerte viaja en todos estos medios, pero muchas veces no interviene, no actúa, porque nadie la llama. La muerte espera siempre un encargo. A veces puede ser imprevisto, inmediato, y la muerte se debe emplear a fondo pero improvisando, como en esa curva cerca de Santiago de Compostela donde ella no debía haber trabajado. Otras veces, sin embargo, la muerte está preparada y sabe de antemano que tendrá faena. Como en ese cuento árabe del sujeto que, viéndola llamarlo, huye lejos para terminar en el lugar donde ella le esperaba.

Un once de marzo del año dos mil cuatro la muerte estaba preparada. Sabía bien dónde, cuándo y cómo iba a trabajar. Todo lo conocía, el día, la hora e incluso los segundos, el lugar o lugares, las personas a las que debía segar sus vidas. Conocía los planes porque había asistido a las reuniones, a los preparativos, a las idas y venidas de quienes debían ejecutar la orden y dársela a ella como cierta.

La línea C-10 tenía sus trenes en marcha. Sus gentes en marcha. En los vagones, iban los de siempre y algunos nuevos. La rutina de diario se mostraba en las caras adormiladas o impasibles de los proletarios. Algún destello de sorpresa o de alegría en el rostro de los niños que montaban en el tren; de dolor en los enfermos que lo soportaban sin poderlo evitar. Velocidad al pasar por los tramos sin estación. Paradas en las mismas: El Pozo del Tío Raimundo, Santa Justa, Atocha… Las de siempre… No, las de ahora, las que han señalado unos pasajeros mochileros que, sin embargo, dejan sus mochilas y se largan, como en olvido. Las mochilas no llevan ni bocadillos, ni zapatillas de deporte, ni libros; llevan explosivo y, junto al mismo, un teléfono móvil que no sirve para llamar a nadie, si no es a la muerte. El móvil es el cronómetro al que ella debe ajustarse.

El doce de ese mes y año yo estaba en Madrid. Alguien me preguntó quiénes consideraba yo que habían sido los autores de tal crimen y la duda estribaba en la forma en que se ejecutó; yo consideraba raro que fuesen islamistas, porque su modus operandi era el suicidio (y ahí no había constancia de ninguno); pero tampoco pensaba que fuese ETA, porque habría supuesto un salto cualitativo demasiado brusco para los intereses de la banda (ellos se centraban especialmente en objetivos muy concretos, conocidos). La evidencia posterior descubrió, casi de inmediato, lo que yo apenas creía. Pero a algunos les interesaba manipular el desastre. De asco.

Ya han pasado diez años.

 

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

Deja una respuesta