No siempre amamos a quien se lo merece

Cogito ergo sum. Tras meditar sobre el Discurso del Método, íbamos al váter a fumarnos un cigarrillo; luego bajábamos al campo de la Primera, nos sentábamos en las gradas, a tomar el sol, y nos hacíamos una pregunta capital: «¿Cómo les gustaría a las niñas de Úbeda que fueran los hombres de su vida?». Esos hombres éramos nosotros, que hambrientos de sexo y libertad, vivíamos encerrados a la espera de que se abrieran las puertas de la vida. A nuestros profesores les preocupaba nuestra falta de voluntad, el abuso del pecado solitario, y los acercamientos a chicas poco adecuadas; pero nosotros soñábamos con las niñas de las carmelitas. ¿Qué otra cosa, sino sueños, es la juventud?

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