A veces da la impresión de viajar en el túnel del tiempo. Y no es metáfora.
La lentitud del convoy en el que viajo es desesperante para los tiempos acelerados que corren. Por eso es más evidente. Los diez kilómetros por hora no los alcanza en algunos tramos. Supuestamente, viajo en un tren Talgo. Claro, que este tipo de trenes quedaron ya obsoletos o como “segunda marca” de nuestros ferrocarriles.
Da la casualidad que las veces que he abordado este trayecto ferroviario me han coincidido días nublados o seminublados. Lo cual da al paisaje un matiz especial que a veces se torna en cinematográfico. Las sierras se van defendiendo de la opresión que les cae desde el cielo, y el cielo se agranda en amplitud 3G, llenándose de formas, sombras y claros, calveros que muestran el azul o permiten al sol colarse en bíblicas imágenes… «Al principio estaba EL VERBO, y el VERBO era DIOS»… El convoy se deja arrastrar con pereza por entre unas laderas pedregosas o por encima de unos valles surgidos del secarral, que ahora son, sin embargo, verdes, de un verde esmeralda magnífico e inesperado, impropio. Las lluvias pertinaces de los últimos meses han transformado el paisaje.
No traquetea, pero sí se balancea el vagón con movimiento sospechoso, mientras uno, no asomado a la ventanilla porque ahora no se baja el cristal, pero sí con la nariz pegada al mismo, observa que se encuentra en una posición rara, no debida a la horizontal nivelada sino a una inverosímil inclinación del vial que deja abajo o arriba lo que se contempla, según el lado del vagón. Como se ve desde el avión, cuando inicia maniobras de aterrizaje.
Lentamente pasan las pequeñas cortijadas, en general destrozadas, los olivares encaramados, los caminillos y alguna carretera, apeaderos con la ruina y la pena de lo que nunca fue, espacios hundidos en barrancas dignas de emboscadas míticas, ramblas rellenas de esperanza, con sus casitas de planos techos… En el vagón, cuelgan una peli que nunca puede rivalizar con este paisaje lento. Siempre será más interesante.
Uno se acuerda de haber realizado el mismo trayecto en tren de vapor y, salvo el calor, el ruido y el humo respirado, no encuentra grandes diferencias. Y apostaría que, cuando construyeron los alumnos aventajados de Eiffel los magníficos y metálicos viaductos que la ruta tiene (allá al final del siglo XIX), las circunstancias generales eran las mismas. Y piensa que qué se ha hecho desde entonces para mejorar esta línea, y entiende que, en realidad, poco.
Supongo que se deduce que describo la línea férrea Linares‑Baeza a Almería (y viceversa).
Cuando se construyó la línea obedecía a los intereses de unos pocos, intereses de los caciques y terratenientes del momento y de los mineros. No al desarrollo de las zonas geográficas por las que debía discurrir. Porque dígaseme que estaciones como las de Larva, Los Propios, Cabra de Santo Cristo y otras del trayecto han servido para fomento del desarrollo de esas poblaciones. ¿Dónde está el progreso que prometía ese ferrocarril? Al contrario. Sirvieron para la exportación del esparto de las fincas de los caciques y, seguida la línea, para el trigo de la Hoya de Guadix o el mineral de Alquife, y pare usted de contar. Ahora, ni eso. Y ahí siguen esas estaciones (tan alejadas de las poblaciones) como testigos mudos de la incuria y de la afrenta.
Afrenta que seguiremos sufriendo los andaluces del este. Los que no bailábamos sevillanas ni bebíamos manzanilla. Los del esparto, el aceite lampante para su consumo, los de los gazpachos manchegos, las migas, las cuevas y las matanzas. Y el vino recio del país.
Leo la prensa de origen durante el trayecto y me pasmo, o no tanto, cuando está colmatada de porquería; la misma porquería que nos llega de la capital del País, de la de la Comunidad, de otras zonas… Robos de las arcas públicas, del dinero de los ciudadanos, sin que nadie que tenga y deba tener responsabilidad se dé por enterado (ni se diese en su momento). Cheques al portador, cobrados sin control; facturas falsas o falseadas sobre viajes y desplazamientos a zonas turísticas o al extranjero; una llamada “operación Tres Reyes”, que vale como guión veraz de una película y que nos lleva a la Bagdad ocupada y al trasiego de dinero de las arcas de allí a las cajas fuertes de acá, en una provincia excéntrica acostumbrada al cuento del trabajo de otros.
Todo está en realidad comunicado y relacionado, porque todo viene y nos lleva (como la novela del denostado por la caverna, Sampedro) desde hace siglos por los mismos derroteros, las mismas vías sin apenas cambios. Al igual que este tren, que no puede ser moderno porque lleva y va con medidas antiguas, con diseños del XIX. Como nuestras costumbres. Vale más lo que siga diciendo, haciendo y exigiendo el cacique de turno (da igual que esté disfrazado de demócrata, de cualquier democrático partido). Que se cuida muy mucho de sus intereses. Y a esos intereses nos encamina. Y al chanchullo, al soborno, cohecho, influencias, nepotismo y demás fórmulas sagradas de convivencia y administración no se ha renunciado.
Lo demás no existe, porque no interesa. Y se puede robar impunemente, porque se sabe; como se sabe que el tren será lento (y se suprimirá probablemente), que no habrá ningún superior o superiora que nos controle o nos pida cuentas.
Faroles y farolillos. Todos los colocados en puestos de carácter “político”, faroles y farolillos, figurines y figurantes. Comparsas para salir en la foto, sin otra misión que cobrar y ser vistos (y no saber ni responder de responsabilidades). Como las tristes estaciones por las que pasa sin detenerse el convoy. Rémoras del pasado.