El tren hacía ya más de media hora que había cogido toda su frenética velocidad. El coche‑cafetería estaba por el centro del convoy, por lo que para llegar a él tuve que atravesar, tambaleándome, varios vagones casi a oscuras, pues la medianoche y el cansancio se hacían notar en el pasaje. Pero a la hora golfa no le faltan adeptos y allí estaban, desperdigados, cuatro insomnes usuarios apurando unos cafés en animada tertulia. No fue difícil hacerme con un taburete giratorio y allí me despatarré, con regusto y satisfacción, con los codos apoyados en el mostrador y una coca cola en las manos; eso sí: light.
A mi derecha, una pareja joven se arrullaba sin mucho recato. Debió causarle alguna impresión mi presencia, pues la chica comenzó a mirarme con poco disimulo. No quise entrar en el juego del intercambio de miradas; pero, con el rabillo del ojo, seguía cada uno de sus ademanes. Y uno, al que aún le queda algo de coquetería, sentía cierto halago por la deferencia.