Segunda referencia de mi reservorio

Llovía con hambre aquella tarde gris de marzo. Me cambié de calzoncillos y me lavé los dientes, aunque estaba en ayunas, porque nunca se sabe con quién o qué te puedes encontrar.

Con los “papeles” bajo el brazo llegamos a la recepción del hotel granadino “La Salud”, donde me hicieron firmar un documento que, más o menos, liberaba a la entidad de cualquier culpa, si me mataban.

Me colocaron una pulsera blanca, en la muñeca, con una inscripción, donde constaba mi nombre, mi número de recluso y un código de barras. «Una más para la colección» ‑me dije‑. Se me ocurrió compararla con la que le ponen a los niños en el pie cuando nacen. «A unos porque nacen, y a otros porque se van» ‑volví a pensar optimista‑.

En la amplia sala de espera había diversos corrillos de familias en los que todos estaban contentos menos uno, que estaba más pálido y ausente; precisamente, el que llevaba una pulserita blanca en la muñeca.

Después de una larga hora de espera, me recoge un celador en un carrito y me lleva a la sala de angiología.

«¡FORTIS TURN!», rezaba el rótulo de las puertas batientes. ‘EXTRA HOMINES’ ‑traduje‑.

Es cuando las tiemblas se me piernan, a pesar de ser ya veterano en estas lides.

—Desnúdese y póngase esta bata, las pantuflas y el gorro.

El desnudo no fue nada del otro mundo; la bata, sí. Era de un color butano, estilo Guantánamo, muy llamativa y de talla única, que se ataba por la espalda; aunque, por cierto, otra vez me tocó una con solo un cordón que no podía abrochar, por lo que mis partes traseras iban descubiertas al aire, cosa que no me preocupaba a estas alturas. En cuanto a los patucos y el gorro, eran blancos a juego, complementos perfectos para el disfraz. Todo unisex, naturalmente.

—A ver, túmbese en la camilla con la cabeza para este lado —me espetó la enfermera—.

«¿Para qué desobedecer?» ‑pensé‑.

Entonces, el médico empezó a contar chistes, la enfermera y la joven rubia auxiliar a reír y yo, “acojinao”, no sabía si agradecerles el esfuerzo que hacían para levantarme la moral (que otra cosa no se levantaba, estoy seguro), o echarme a llorar por escuchar chistes tan malos.

—Mamá, mamá, dice la seño que mañana teno que llevar un difrá de castor.

La buena madre se pasó toda la noche ideando un disfraz de castor y, por la mañana, agotada pero orgullosa, le colocó a su niño el disfraz.

—¿Y qué dices en el teatro? —quiso saber la señora—.

Tenemo que cantá “A Belén castores, a Belén chiquitos…”.

Aquello no podía empezar tan mal.

Me bajaron la bata a la cintura y echaron un “tapete” verde que tapaba la cara. En seguida, cogí una esquina para poder ver algo; que, a mi edad, me asustan las flores, las velas y la oscuridad.

—¿Pero qué ha hecho? —me regañó seriamente el médico—. El paño ya no es estéril. No vuelva a hacerlo.

—Ponemos otro —dije yo atrevido, como desafiando a la privada compañía médica—.

Creo que, con coraje y sin advertencia, me atizó un jeringazo de anestesia en el pecho. El cable en el dedo hacía su función; una “pantorrillera” también con cable funcionaba bien; el monitor del aparato de rayos mostraba imágenes claras que yo intuía por los comentarios que hacía el médico‑maestro a la enfermera‑educanda.

—Todo está en su sitio. Vamos a empezar. Necesito bisturí, tijeras planas y curvas, gasas, extensores…

El caso es que ellos parecían pasarlo “pipa”, mientras yo estaba con los ojos cerrados (para qué abrirlos), esperando que fuera mejor cirujano que contador de chistes. Esto creo que lo dije en voz alta, porque desde ese momento callaron hasta casi el final.

Mi mente cogió el tablet para leer las noticias del Vaticano, Venezuela y el Milán de fútbol. Como me aburría, se puso a hacer sudokus.

—Esto ya está. Ahora a coser. Seda de aproximación —pide el especialista—.

La auxiliar mira a la enfermera y mueve negativamente la cabeza como diciendo no hay.

—Cada punto con seda, en pacientes que no cicatrizan bien, deja en la piel una señal vertical blanca —explicaba el universitario—. Dame hilo del 2.

—Tenemos del 1 y del 3 —contesta la enfermera, mecánicamente—.

«Con un poco de suerte, hay» ‑pienso yo en mis sombras‑.

—¿Puedo ver el aparatejo que me habéis quitado? —añadí en alto, desviando la atención—.

—Ya está en el cubo. Imposible.

(Al parecer, los recortes en Sanidad van en serio: ¡había otro paciente a mi lado, tumbado en camilla, esperando mi reservorio! Me sentí donante de órgano. No es cierto, pero posible).

Que lo sueñes no quiere decir que sea verdad; pero, en cierto modo, lo has vivido.

Al darme un punto de sutura, se me escapó un «¡Ay!», forzado por un pinchazo, como de puntilla de toro lidiado.

—He pillado un nervio seguramente. Nada; lo quito y te pongo otro…

Y es que yo estaría con los nervios almodovareños a flor de piel.

No sé con qué me cosieron ni cómo, porque me lo taparon tó mu bien y me advirtieron que no me mojara ni me descubriera antes de diez días.

«Para entonces, ellos ya estarán lejos» ‑pensé yo con maldad‑.

El mismo celador me sacó de la sala de angiología, mientras mi familia me buscaba por la zona de quirófanos. Desde centralita, decían mi nombre por los altavoces. El joven enfermero, con cara de contrato de seis meses, aceleraba por el largo pasillo con cara de competición, casi derrapando en las curvas. Se me voló el gorro blanco de la cabeza y los patucos también me abandonaron. La gente se apartaba y nos dejaba libre el paso… Yo ‑que soy soñalista de nacimiento‑ me abandono y tomo el volante imaginario de mi nieto Daniel con su Rayo McQueen y casi tiramos a un señor con dos muletas. ¡P’abernos matao!

NOTA

Si el escrito os parece largo, lo siento; pero, como decía Simone de Beauvoir, no tengo tiempo de hacerlo más corto. Lee el reservorio inicial.

Marzo, 2013.

ehinojosa04@yahoo.es

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