Llovía con hambre aquella tarde gris de marzo. Me cambié de calzoncillos y me lavé los dientes, aunque estaba en ayunas, porque nunca se sabe con quién o qué te puedes encontrar.
Con los “papeles” bajo el brazo llegamos a la recepción del hotel granadino “La Salud”, donde me hicieron firmar un documento que, más o menos, liberaba a la entidad de cualquier culpa, si me mataban.
Me colocaron una pulsera blanca, en la muñeca, con una inscripción, donde constaba mi nombre, mi número de recluso y un código de barras. «Una más para la colección» ‑me dije‑. Se me ocurrió compararla con la que le ponen a los niños en el pie cuando nacen. «A unos porque nacen, y a otros porque se van» ‑volví a pensar optimista‑.