La gastronomía, 2

21-05-2011.

Y creo equivocarme menos, si digo que la expresión narrativa de esos estados de ánimo está condicionada por una serie de elementos, como son la perspectiva, el propósito, el destinatario de la narración y un largo etcétera, en el que caben los avatares propios del narrador en el momento y circunstancia de la escritura.

Merecería la pena contrastar desde esos enfoques las noticias gastronómicas que encontramos en los tres citados libros. Advertiríamos pronto que, al aspecto informativo común a todo libro de viajes, se incorporan enseguida, en mayor o menor medida, esos condicionamientos a los que me he referido.

Por ejemplo, es curioso observar que en sus Andanças e viajes, Tafur tiene una perspectiva que, globalmente, yo llamaría vacacional o excursionista en su acepción más respetable. Una perspectiva que, en buena parte, se explica y justifica si conocemos los porqués y para qué de su periplo.

No hay más que echarle una ojeada a la descripción un tanto “paseante” que del mercado de Babilonia (El Cairo) nos hace en sus Andanças e viajes; un libro que, no por nada, se llama también “libro del andar y ver”. Cito sólo unas líneas de la descripción de dicho mercado, y allá en donde se alude a comida y bebida.

«E de todos los ofiçios por las calles andan los ofiçiales requiriendo a quien los ha menester; fasta los coçineros traen colgado un brasero e fuego e ollillas de guisado para vender; otros, platos con frutas, e innumerable gente que anda a vender el agua ansí en los camellos como en los asnos e otros a cuestas… Con el calor grande, algunas veçes viene aire delgado e faze impresión en los ojos, […]; pero de todo lo otro es muy sana tierra, por el buen aire, buen agua e buenas viandas».

(Cito por Rubio Tovar en Libros españoles de viajes medievales, 2008, p. 91).

Son informaciones de tipo general y tranquilizador, que podríamos encontrar ‑de ser el caso‑ en una guía turística para nobles ociosos del s. XV. Y digo nobles porque, como subraya certeramente Rubio Tovar en su citado estudio, el libro de Tafur está animado por un propósito caballeresco, puesto que «su pretensión, señalada ya en el prólogo a su libro, es de iniciar un viaje en el que vivir su experiencia y de mostrar luego su valer en la aventura» (p. 92). Es decir: Andar y ver para obtener el prestigio del poder contar después.

Además, no hay que olvidar que Tafur viaja principalmente por mero placer, ya que organizó su viaje aprovechando una tregua vacacional, cuando militaba a las órdenes del maestre de Calatrava, don Luis González de Guzmán, en la frontera de Jaén contra los moros. Y no se olvide, en fin, que Tafur fue un hombre adinerado: amigo de banqueros genoveses y venecianos, y que en su aventura iba bien pertrechado de recomendaciones para reyes, prelados y magnates, así como provisto de importantes recursos económicos. Ello explica, p. ej., su actitud de viajero-turista-adinerado, cuando negocia el precio de la nave que le llevará desde Venecia a Tierra Santa:

«[…] yo me igualé con el patrón de la galea, según la costumbre ellos han, por el nolito ‘alquiler’ de navío e por el comer abastadamente, con las colaçiones de muchas e buenas conservas ansí a la mañana como a la tarde e noche, ida e venida fasta Veneja, treinta y cinco ducados».

¡Qué distintos son, en cambio, los propósitos y perspectivas de los autores en la Embajada a Tamorlán y en el Viaje de Turquía!

Ruy González de Clavijo es sencillamente un cronista que, como en un diario, relata, casi día tras día, el dónde y el cuándo, el con quién y el cómo de lo sucedido. Su perspectiva, condicionada por el objetivo político de su empresa y por el destinatario regio de su relación, no es ni puede ser comparable con la relajadamente turística de Tafur en su Viaje de Turquía.

Es verdad que el Viaje es un coloquio, cuyo propósito fundamental es procurar informaciones sobre Turquía y los turcos, por medio de un diálogo entre tres personajes y en sólo dos días. Pero no es sólo eso: Pedro de Urdemalas, el protagonista y relator imaginado de dicho Viaje, aprovecha la insaciable curiosidad de sus dos interlocutores acerca de su odisea otomana, para embutir en ella toda una retahíla de observaciones críticas sobre las diferentes manifestaciones de la sociedad española de su tiempo.

Es decir, que si el autor Ruy González debe informar con escueta precisión relacional acerca de lo que ve, observa y vive, el relato de su personaje Urdemalas, en cambio, es más que un reportaje sobre la vida y costumbres del país otomano: habilísimo dialogador y excepcional cuentista, Urdemalas no sólo recluye a sus interlocutores en los papeles de escuchar y preguntar sino que, además, sabe manipular sus mecanismos de curiosidad para que, a menudo, le pregunten acerca de lo que él desea contar. Y lo que él desea contar no es solamente su odisea turca. De ello se percata el personaje Matalascallando, cuando le dice a su compinche, Juan de Voto a Dios:

«—¿Sabéis lo que digo yo, Juan de Voto a Dios?

—¿Y es?

—Que no nos demos a philosophar con Pedro de Urdimalas que viene ábil como el diablo. Bolbamos a rebuscar si hay algo que preguntar, que ya no sé qué».

(Ed. Cátedra de F. García Salinero, p. 470).

Dije antes que, para intentar describir una realidad novedosa, un viajero recurre a menudo a la comparación con una realidad conocida, es decir, a un punto de referencia con el que supone familiarizado al destinatario del discurso.

Pero también ocurre ‑y es el caso del Viaje de Turquía‑ que se utilice la realidad conocida, no sólo como referencia ilustradora de la desconocida, sino también, y de rebote, para convertirla en blanco de valoraciones críticas. De ahí que Urdemalas salpique su relato de alusiones y pullas contra, p. ej., la soberbia de sus compatriotas, la impericia de los médicos, los defectos del sistema de enseñanza, la credulidad irracional del vulgo y la hipocresía de sus prácticas religiosas, la palabrería de los predicadores, el lujo de la ceremonias, etc.; es decir, lo que hoy podemos llamar lugares comunes del combate erasmista.

¿Y en la cuestión culinaria? Pues también Urdemalas lanza pullas contra sus compatriotas, aunque con menos insidia. Pedro de Urdemalas cuenta (pp. 468-469) a sus dos interlocutores que, para llevarle la comida al Gran Señor, Zinán Baxá, sus servidores iban ataviados con riquísimas prendas ‑escofias, cinturones, albardas‑ de oro o de plata; pero observa que:

«[…] ningún turco, por su ley, puede comer ni beber en plata ni tener salero, ni cuchar dello, ni el Gran Turco, ni príncipe, ni grande, ni chico en toda su seta quan grande es.

MATA: Pues ¿en qué comen? ¿De qué son aquellas fuentes?

PEDRO: En cobre, que como ellos lo labran es más lindo que el peltre de Inglaterra…

MATA: ¿Cómo lo estañan? ¿Como acá los cazos y las sartenes?

PEDRO: Como acá no, que es esa una porquería; no, sino con muy fino estaño y con sal amoniaco, en quatro horas estañará un ofiçial toda la vajilla del gran señor.

MATA: ¿También dan ellos gracias a Dios al quitar la mesa?

PEDRO: Bien ‘mejor’ que como nosotros. ¿Quándo las damos nosotros, si nos acordamos de Dios una vez en el año?».

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