Un puñado de nubes, 35

27-04-2011.

Como lo había prometido, al día siguiente Alfonso fue a hablar con el capo Nicola Corleone para negociar la libertad de Aymara. Mientras tanto, León se ocuparía de Amalia almorzando con ella en el Al-Mutamid. Más le preocupaba a Alfonso el aciago presente de Aymara que el indeciso porvenir de Amalia.

No durmió bien aquella noche y desde que se levantó se sentía algo tenso. Verdad era que, gracias a sus años en la Nestlé, había adquirido cierta experiencia en negociar importantes transacciones y solucionar difíciles compromisos. Pero nunca imaginó que debería concertar con un mafioso la compra de una persona. «No sé qué estrategia utilizar en un caso como éste —pensó mientras se duchaba—». Y luego, cuando tomaba sus tostadas con miel y aceite de oliva, concluía diciéndose, «De todas maneras y en cualquier circunstancia, nunca conviene perder la serenidad». Se vistió con su mejor traje, tomó la dosis de cocaína y llamó a un taxi. Nicola Corleone lo había citado a media mañana en su despacho del cabaré.

Alfonso notó que el taxista lo miró con curiosidad risueña a través del retrovisor interno cuando le dijo «A Las Casitas Blancas, por favor».

Durante el trayecto, recordó que a Nicola Corleone lo había conocido poco después de instalarse en Sevilla. Fue una de aquellas noches en las que, después de cenar acudía al jacuzzi del cabaré. Estaba en la barra tomándose un güisqui, cuando vio que, en la planta superior, un hombre cerraba la puerta de un despacho y que luego, apoyado en la baranda, observaba si eran bien atendidos los clientes que estaban en la gran sala. Algunas parejas, intensamente abrazadas, se movían al ritmo de una empalagosa canción de Bobby Solo. Cuando segundos después bajaba despacio por la alfombrada escalera, a Alfonso le pareció la rediviva figura, elegante y melancólica, de Marlon Brando en El padrino: impecablemente vestido de negro, con pajarita del mismo color sobre camisa blanca y una pequeña rosa roja brotando del ojal, Nicola saludaba a algunos con una inclinación de la cabeza, a otros les daba la mano con gesto obsequioso y a veces, en fin, se detenía a conversar con quienes él llamaba «mis amigos». Alfonso, con el tiempo, se convirtió en uno de ellos. Pero nunca llegaron a tutearse. Con frecuencia hablaban de cabarés y nightclubs europeos y a Nicola le brillaban los ojillos cuando Alfonso contaba anécdotas del Lido y del Crazy Horse de París, del Dolce Vita de Milán, del Piccadilly Bacchus de Londres o del Sugar Club de Amsterdam. Era el sueño de Nicola Corleone: hacer de Las Casitas Blancas un cabaré de referencia al menos a nivel europeo.

Cuando Alfonso salió del taxi y se dirigía a la puerta de entrada se cruzó con Paolo, el hijo de Nicola, a quien las fuertes gafas de sol le ocultaban media frente y un fino bigotito le descendía hasta las comisuras. Se saludaron con ceñida ceremonia. Poco después y sin decir palabra alguna, un fornido guardaespaldas empujaba la puerta del despacho en donde, sentado en un sillón de cuero negro y de espaldas a la ventana, estaba Nicola Corleone.

Permesso —balbució casi con timidez el corpulento cancerbero—.

Avanti, prego, signor Alfonso —pronunció la voz carrasposa de Nicola Corleone—.

Luego, señalándole un sillón frente al suyo y amagando un gesto como para alzarse, añadió:

—Por favor, señor Alfonso, siéntese, siéntese. Y dos ristrettos —le gritó con desdeño al mal encarado coloso—.

Al acomodarse, Alfonso se extrañó de que, en el despacho, no hubiese más claridad que la de los flujos luminosos que atravesaban las persianas. «Es una estrategia —pensó—; así no puedo ver su cara». Sobre la amplia mesa no había más que una especie de agenda con un bolígrafo encima y una caja de habanos. Mientras el gigantón servía con delicado esmero los cafés, Nicola le preguntó a Alfonso si fumaba y, ante su negativa, sacó un puro de la caja, se lo llevó a la boca, lo rozó lentamente con la punta de la lengua, mordió en un extremo, escupió de lado, encendió un fosforo, pasó la llamita por la superficie redonda del habano y lo encendió echando pequeñas bocanadas como carpa en un estanque. Puso los labios en forma de canuto y soltó un soplo de humo que iba ascendiendo como una nubecilla azulada; y, mientras sacudía la mano para apagar el fósforo y cerraba sus ojillos como dos almejas, dijo:

—Vamos al grano. ¿Me puede decir el señor don Alfonso por qué se interesa tanto por mi Aymarita? Es la primera vez que un cliente tan selecto como usted se encariña por una mercancía tan valiosa. Y ésta es cara, signor Alfonso, se lo aseguro.

Alfonso intentó explicar que, por vivir solo y dada su condición de jubilado, necesitaba a alguien que de modo permanente se ocupara de la limpieza y organización de su palacete y «que garantizara de modo eficaz y satisfactorio otras exigencias… que usted conoce… y que…».

—Indudablemente —cortó Nicola, sonriendo—, Aymara tiene todas estas competencias en grado sumo. Es por lo que su precio está en relación con dichas capacidades. Aymara es una verdadera joya —y, anotada una cifra en una hoja de la agenda, se la acercó a Alfonso—.

—¡Ah! —soltó Alfonso con sorpresa pero sin mostrar demasiada frustración—; nunca imaginé que podría ser tan elevado el precio. Son muchos ceros los que hay después del dos. Si fuera posible…

—Según mis cálculos —atajó Nicola, con el puro entre los dientes— ese es, signor Alfonso, el producto neto que sacaré del trabajo de Aymara de aquí a tres años. Tenga en cuenta que, por estar casi sin estrenar, a mí me costó mucha pasta y que dentro de tres años, Aymarita sólo será productiva en un cabaré de tercera o cuarta categoría… No, signor Alfonso, no puedo quitar ni un solo cero…

—Pero ese precio es una locura —y creyendo que un argumento de carácter apreciativo sería más convincente, Alfonso dijo—. Pensé que por ser cliente habitual, que paga caro y que, además, me cuento entre sus amici, me iba a pedir una suma más abordable…

—Precisamente, don Alfonso, por ser usted un amico le voy a ser sincero. Yo no tengo ninguna necesidad de venderle Aymarita. Es más, yo no quisiera venderla. Ya me duele el solo hecho de ponerle un precio… Lo hago por usted. Entiéndalo bien, don Alfonso, entiéndalo bien: le hago un precio de favor… —los ojos y la ancha boca de Nicola parecían fruncirse de tristeza, al tiempo que apretaba sus depredadoras mandíbulas como si estuviera soportando un dolor bronco—.

Alfonso comprendió que no había nada que hacer. Por un momento, pensó en el chantaje; en amenazarlo diciéndole que, si mantenía ese precio, lo denunciaría a la policía y que terminaría en la cárcel. Pero el sólo recuerdo de la imagen del hercúleo guardaespaldas le hizo optar por la prudencia.

—Bien —dijo Alfonso con fingida resignación— pues no se hable más —y poniéndose de pie, añadió—. Dejemos las cosas como están. Yo seguiré visitando su admirable jacuzzi en el que Aymara es una profesional maravillosa. Le agradezco que me haya recibido.

Nada más sentarse en el taxi que lo devolvía a su chalé, sacó del bolsillo el móvil y marcó el número de León. Como lo tenía apagado «Estará ya comiendo con Amalia —pensó—», le envió el siguiente mensaje: «La negociación no ha dado el resultado apetecido. Tenemos que vernos este anochecer en La Luna. He de pedirte un favor importante. No me falles Leo».

***

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