Un puñado de nubes, 28

04-04-2011.

Al regresar León a su casa, tenía la impresión de que no había sido honesto con Amalia. Un resquemor interno le hacía sentirse mal. Aquel estúpido sainete que Alfonso y él habían representado en Jacaranda le pareció una burla a Amalia, que no se la merecía. Los dos eran unos siesos. ¿Con qué derecho habían menospreciado a aquella mujer confiada y nerviosa? ¿Quiénes eran ellos para jugar con los sentimientos de nadie? Encendió la luz del pequeño vestíbulo y la casa le pareció más fría y desolada que nunca. Dejó la llave en la repisa del mueblecito de la entrada, el del espejo.

La mano de la mujer, tras los cristales de la luna trasera del taxi, despidiéndose, parecía darle una bofetada en el rostro. ¡Cómo habían podido caer los dos tan bajo!

Se puso cómodo, buscó sus zapatillas, se enfundó los pies en ellas y fue al frigorífico. Allí estaban aún las sobras de la comida del mediodía: un estofado de carne con patatas y guisantes. «Ya tendría para el día siguiente», pensó. Para cenar, se prepararía una ensalada con anchoas y aceitunas y algo de fruta fresca. Agarró el gollete de la botella de leche y bebió directamente un par de tragos. Estaba helada. Seguro que más tarde le dolería la garganta. Las palabras de su hija, siempre advirtiéndole de males, le resonaron en los oídos: «No se te vaya a ocurrir tomar las cosas frías, que ya sabes luego lo que te pasa con la garganta, que pareces un niño pequeño que con nada te enciendes en calenturas». A veces, pensaba que su hija se había transformado en su mujer, con tantas advertencias: «Que si León, esos calzoncillos; que si León, no irás a la Caja con esos pantalones, por Dios; esa camisa te la quitas, llevas dos días con ella…». Recordaba el gesto, la voz y la resolución de Amalia. Pero Amalia no estaba ya…

Por rutina, se sentó en el sofá frente al televisor, pulsó el mando y buscó sin entusiasmo algún canal que emitiera algo de interés. A esa hora era aún temprano para que pusieran alguna película. Si al menos dieran una del oeste o de cine negro americano o una de esas bélicas, de alemanes y aliados, de las de antes, de la Segunda Guerra Mundial… Pero Amalia y su mano agitada diciéndole adiós no se le iba del pensamiento. Y se preguntó: «¿Qué busco en realidad con este juego de niños: pasar el tiempo, entretenerme? ¿Qué me puede ofrecer esta mujer? Que sí, que es agradable, que no está mal para su edad, que está bien eso de conocer nuevas gentes, de huir de la soledad, de tener compañía, de darse una satisfacción sexual, ¿sexual?, ¿una refriega más o menos satisfactoria?; pero, ¿sería capaz de enamorarme de ella? ¿Estoy en condiciones de enamorarme? ¿Eso del amor no es como un atraco: un voz inesperada que grita, un arma, un susto, un escalofrío y no saber qué hacer, un miedo que te recorre todo el cuerpo, un no poder decidirse a resistir o enfrentarse o someterse y todo por un botín que no nos pertenece? ¿Quién será el rehén? ¿Llegará a tiempo la policía para liberar al enamorado?».

Encontró un canal de cocina que preparaba repostería argentina: pan dulce. Era una monja vieja con otra más joven. La vieja tenía cara de malas pulgas, la voz cascada y parecía controlar los movimientos de la novicia; la monja más joven se desenvolvía mejor y llevaba el ritmo de la receta. También era más agradable, quizás por joven. Y tenía un bonito rostro ovalado y unos ojos grandes y brillantes. Aquel runrún de ingredientes amodorró a León. Desenfundó sus pies de las zapatillas y los colocó encima de la mesita baja, donde aún estaba el periódico del día, inclinó la cabeza hacia un lado y se quedó adormecido.

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