El firmamento, 1

22-12-2010.
No se detiene el sol en el firmamento porque un astro se oculte entre las nubes. Ni la guerra se gana o se pierde por un soldado que abandone su escudo. El firmamento se compone de cientos de puntos luminosos dispuestos en un silencio perfecto, aunque desconocido hasta ahora. No avanza el infante un paso más que el compañero para no dejarle el costado al descubierto.

No sé por qué te digo esto cuando tú, mi buen amigo Cirno, también te has educado en estas leyes y has atendido las enseñanzas que consideran al universo como un cosmos en el que aún hay recónditas verdades que descubrir. Pero resulta más difícil enseñar que un hombre puede desear la huida, amparado en la oscuridad para volver sobre sus pasos, porque vivir es lo que importa en una guerra en la que nada de lo que se defiende es propio o lo que se puede alcanzar no es definitivo. La paga, por crecida que sea, no compensa el riesgo, y hay que estar un poco tocados de locura para seguir viviendo de la lanza. Yo vi a mis compañeros dormir de pie, apoyados en sus escudos, y no una sola noche, sino noches que vinieron tras otras noches.
Sé que algunos poetas han cantado que es hermoso morir si se cae en la vanguardia; son versos al servicio de la sociedad organizada. Yo prefería la vida y, cada vez más, odiaba el combate. El aleteo de un pájaro, la presencia insignificante de una florecilla salvaje, la nube ocasional que aliviaba el calor del desierto, la lluvia deseada, el roce de un cuerpo joven, un trago de vino, el airecillo de la noche a orillas del mar eran suficientes para mantenerme alerta y reconocerme a mí mismo, sintiéndome vivir.
Por ese tiempo no dormí nunca echado en tierra. De igual modo me aterraba el enemigo alocado, que lanzaba oleadas de dardos desde sus escondrijos de las dunas que mudaban su volumen y su forma durante las tinieblas de la noche, que el silencio de la tregua, porque el peligro que al anochecer venía del este, al amanecer podía llegar del oeste; de la misma manera me aterrorizaba la muerte en pleno sueño, que no conduce sino a una doble muerte, quizás misericordiosa porque te privaba de la certeza de la hora, pero irracional.
La guerra, como el amor, tiene su edad; porque si resulta grosero ver al viejo desdentado recoclear a las muchachas que acuden al mercado o recibir en su casa a muchachos esbeltos y flexibles como las cañas de los ribazos, más lastimoso, y en demasía, es ver caído en el polvo a un guerrero maduro que tiene la cabeza calva y la barba cana, con el sexo ensangrentado entre las manos tras la lanzada, exhalando su ánimo, por muy larga que sea la recompensa y los honores que pueda recibir.
En la campaña de Egipto apenas pude gozar de días de reposo. Desembarcamos lejos de las orillas del Emiros, en la patria de Sirialis, mi madre. Aquel cielo tan alto y restallante, aquellas rutas calcinadas, el aire enllamarado, como fuego intacto e incorpóreo, los escasos pájaros que cruzaban a gran altura en busca de tierras más feraces o de oasis en el interior… me llamaban por mi nombre. La parte no griega que tiene mi sangre se identificaba con todo aquel paisaje, como si hubiera vivido allí durante muchos años antes de mi nacimiento. Me sentía andar como por mi casa después de una larga ausencia.
Se nos hacía penoso avanzar con tan pesado equipo. Peliades de Rodos había cambiado a última hora el primitivo plan de Codo; quería ganar tiempo para que los príncipes de Sais, a los que había mandado un emisario, respondieran aceptando sus nuevas condiciones. Abrasados como estábamos, era imposible mantener el ritmo de cada jornada. Abandonamos la costa para adentrarnos algo en el desierto: de ese modo, podríamos evitar los ataques por sorpresa.
A los pocos días escaseó la carne seca y el vino. Y echábamos de menos el pescado fresco de los últimos días pasados junto al mar. Algunos de los soldados alanceaban serpientes y las dejaban prendidas en sus lanzas hasta que desprendían su veneno y morían lentamente. Luego las despellejaban y colgaban sus pieles en los escudos para que se secaran y así venderlas en la primera ocasión en que pisaran un mercado. Aquella carne de reptiles, asada, sirvió de alimento a muchos. A mí no me pasaba de los labios sin que me produjera un asco inmenso.
Peliades de Rodos no admitía ningún consejo. De entre los que embarcaron en las Islas de los Cipreses, había un veterano de la guerra del Peloponeso que pretendía crear a espaldas de Peliades un Consejo para acudir a la tienda del de Rodos y pedirle explicaciones por el retraso de la campaña y por los nuevos rumbos tomados en los últimos días; y, de camino, hacerle ver la necesidad de una asamblea que fuera la que programara la lucha. Cuando Peliades lo vio llegar al frente de otros tres veteranos, desde un tramo prudente, cogió su arco, lo tensó y abatió al disidente de un certero disparo. Los tres acompañantes no movieron un solo pie en el polvo del desierto.
Sin embargo, a Peliades le salvó el que, al amanecer del séptimo día, llegó el emisario en compañía de cuatro egipcios que conducían una pequeña caravana. Los príncipes de Sais habían aceptado las condiciones que imponía el de Rodos y nos socorrían con algunos pellejos de vino, sellados con tapones de cera, pescado con sal y amojamado, dátiles, ciruelas, tortillas finas de harina de mijo y carne de cordero salpimentada, pan de anís, carne cocida en vino y leche de camella.

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