Firme en su puesto. Don Isaac Melgosa, 1

24-12-2010.
Navidad de 1937. En el frente de Teruel, tenían lugar los episodios más crudos de nuestra guerra civil. A la crueldad extrema de la contienda, a los combates cuerpo a cuerpo, calle por calle, casa por casa, se unía el terrible frío polar y la escasez de medicinas y alimentos. Las muertes por congelación eran numerosas. Desde uno de los bandos, Miguel Hernández, el poeta del pueblo, el pastor de Orihuela, publicaba el día veinte de diciembre: «Si los buscáis, los encontraréis entre las balas y las explosiones; firmes en sus puestos. Si los buscáis, los encontraréis en medio de la nieve, atacados por esta, derritiéndola con el entusiasmo y la alegría; firmes en sus puestos. Si los buscáis, los encontraréis dentro del invierno, del viento, del frío, encendidos como las hogueras; firmes en sus puestos».

Miguel Hernández, alistado en la División de “El Campesino”, combatía con balas y con versos; frente a él, nuestro Isaac Melgosa, siendo casi un niño, desde la División del General Varela, lo hacía con oraciones.
No tengo detalles de estos hechos. Don Isaac, hombre de fuertes sentimientos, de enorme energía, de intensa y profunda vida interior, era hombre de pocas palabras. Casi al final de mi estancia en Úbeda, al regreso de uno de mis viajes a Sagunto, me dijo que había tomado parte en la contienda.
—Hace ya muchos años yo también estuve en Valencia. Allí viví la guerra y escuché el llanto de mis compañeros más jóvenes, llamando a su madre, entre los gritos y las descargas de metralla, en aquellas noches oscuras y espantosas. Me acercaba a ellos como podía, también con mucho miedo, para intentar calmar su angustia. Ponte en paz con Dios y rézale. Él te ayudará.
No me dijo nada más.
Miguel estaba en Teruel. Isaac formaba parte de las fuerzas que, desde la costa levantina, avanzaron por el valle del Turia y el Palancia, al abrigo de la sierra de Espadán, hasta ocupar la capital aragonesa. Miguel Hernández e Isaac Melgosa, luchando por Teruel, por España, frente a frente, rodeados de nieve, frío y muerte, dispuestos a morir y a matar. ¡Qué terrible visión! Miguel Hernández, el hijo del pastor de Orihuela, alumno de jesuitas ‑como Rafael Alberti, a quien conoció en Madrid‑ y “Perito de lunas”; poeta del pueblo sencillo y pobre, el del silencio de los montes, de la música de esquilas y cencerros y del “¡Ay, Manuela!”; el de la barricada y la trinchera; de la escuela nocturna, sucia y cansada; defensor de los humildes, apasionado de la lucha de clases y de la guerra a muerte al capital, estaba muy cerca, pero ¡qué lejos! de nuestro profesor.
Don Isaac nació en la «Castilla miserable y dominadora, envuelta en harapos» de Machado. Hijo, seguramente, de una familia también humilde, de tal modo debió destacar en los estudios de sus primeros años que terminó accediendo a la Universidad de Comillas. Probablemente, desde allí, hubo de incorporarse a nuestra “guerra incivil”. Educado en la paz y sobriedad del románico castellano, en el Latín y el Griego, en la Retórica clásica, en la Mística, en la Filosofía y la Teología, en el canto gregoriano y la música sacra, en el amor cristiano y la igualdad de todos los hombres, escuchó, como Miguel Hernández, la llamada desesperada de Unamuno desde Salamanca: «¡Salvadnos, jóvenes!».
Así pues, enardecido por los ideales de generosidad y entrega que derrochaba aquella singular generación, como Miguel Hernández, se alistó, luchó y sufrió experiencias tremendas e inolvidables durante la guerra.
Miguel moría en la cárcel en 1942. Su última obra la dedicaba a su hijo: “Nanas de cebolla”. Ese mismo año, en Baena, junto a unos pocos jóvenes entusiastas como él, don Isaac Melgosa Albillos, a las órdenes del padre Rafael Villoslada SJ, se alistaba en el ejército de la clase humilde y trabajadora de Andalucía, para ayudar a los hijos de las familias que el hambre, la muerte y la guerra había sumido en la mas aterradora de las miserias. ¡Allí sigue hasta hoy; firme en su puesto!

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