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Un puñado de nubes, 04

07-02-2011.
Había cosas que León, en cierto modo, tenía aparcadas en un rincón del alma. Tan íntimas y especiales que ni siquiera a su amigo Alfonso, conociéndose desde hacía tanto tiempo, se atrevía a confesarle. Una cosa era hablar de fútbol, de política, de los hijos, de la pensión y otra era que, a pesar de los años, o tal vez por esa razón, aún seguía haciendo versos. León decía hacer versos y no escribir poesía. Tenía varios cuadernos antiguos, del tiempo de la facultad. Quizás los escribiera por aquel impulso vehemente de adolescente retardado que le produjo el conocer a Amalia. Tampoco se los enseñó a ella, aunque era para ella para quien los escribía.
—¡Qué viejo más estúpido te estás volviendo! —le diría Alfonso—.

Además, ¿para qué? ¿Qué entendería él de ese
[…] trémulo pétalo tu labio rojo,
tu cuerpo joven, jardín mojado
por la sutil llovizna del otoño…
,
del que aún recuerda perfectamente cuándo y dónde lo escribió?: una tarde de luz amarillenta de otoño, junto al ventanal de la sala de clases de Fonología Española, tan árida y monótona. Cuando menos, Alfonso lo llamaría cursi o tal vez guardaría silencio, sorprendido. O quizás dijera:
—Ya se te notaba algo de eso en el internado —como si “eso” fuese una enfermedad, un defecto o un pecado inconfesable—.
Sus hijos tampoco saben que aún hoy escribe. A veces, cuando pasea por el jardín cercano a su casa o mientras lee el periódico sentado en uno de los bancos soleados, se le ocurren disparates que no pasan de uno o dos versos y que anota en los bordes blancos de las páginas del diario; por esa razón, ¿cómo va a confiar cosas tan íntimas a una desconocida con la que se encontrará de un momento a otro, vestida con una falda roja y una chaqueta negra, que seguro que habrá ido a la peluquería para un tinte, un marcado y un peinado, habrá perfumado su piel ya ajada con Madera de Oriente o Joya o Aire de Loewe, retocado de carmín antiguo sus labios y enfajado sus caderas en una Triumph de pantalón, para disimular la curva de su vientre y la abundancia de sus muslos. León se sentía indeciso por momentos. De pronto, pensaba:
—¿Qué coño hacen un viejo y una vieja mirándose como dos adolescentes; habrá cosa más ridícula?
Y luego, él mismo se contestaba:
—¿Quién habla de amor? Estamos hablando de compañía en la soledad. ¿Y sexo? ¿Desde cuándo, León, no…?
Había que decidirse de una vez. A nada conducían las dudas, las indecisiones. Siempre había sido así. No lo podía remediar. Le costaba un ímprobo trabajo llevar la iniciativa. Ahora, a su edad, y solo, había tenido que aprender a resolver sus asuntos sin la consulta ni el ánimo de otros. Ni siquiera en la Caja de Ahorros movía una operación sin el visto bueno del director. En el fondo, nunca llegó a acostumbrarse a manejar tanto dinero “invisible”. Así qué en un alarde de decisión se dijo:
—Adelante con los faroles, León.
***

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