Por Fernando Sánchez Resa.
Escribía mi padre, cuando de muchacho cayó enfermo de tuberculosis por la falta de alimentos y pobreza reinante, que se le fue el sueño y cómo oía por las calles de su barrio, desde la cama, las variopintas peroratas de los diferentes oficios que transitaban por El Alcázar y Santo Domingo, que bien sabía de memoria relatarnos. Gracias a la caridad de su tía materna María pudo alimentarse bien, pues estaba en la edad del desarrollo, proporcionándole gratuita y diariamente un plato de garbanzos o puchero y leche. Así fue como su mejoría y salvación se produjeron milagrosamente.
Recuerda, desde el más allá, los episodios duros y sangrientos que presenció con el asalto de las iglesias y la quema de santos y enseres de los templos cristianos. Especialmente de su querido Salvador. Qué pena más grande sintió cuando vio sus puertas abiertas y cómo destruían el altar mayor, el altar de la Magdalena y el San Juanito de alabastro de Miguel Ángel, viéndolo hecho trozos a la salida del templo, los pitos del grandioso órgano que con tanto esmero había arreglado y modernizado un afamado organista alemán, para que lo pudiese tocar Román el ciego, en boca de exaltados, que vestidos con albas, casullas, cíngulos, dalmáticas y demás ropas litúrgicas se mofaban de todo lo religioso, cantando cancioncillas soeces y denigratorias, como ésta:
“En realidad no queremos Dios,
queremos a los curas fritos con arroz.
Abajo el clero, curas y frailes
que mueran todos los clericales.
Muerte al clero que es un traidor
y libertad al pueblo productor”.
Cuánto sufrimiento ver las hogueras que se prendieron a las puertas de las iglesias, como la de El Salvador, San Pedro, San Nicolás, etc., y la vil destrucción de nuestro patrimonio histórico-artístico en los Frailes o en Santa María de los Reales Alcázares, rompiendo con hachas el precioso coro central que tanto admiraba, llevado a cabo por unos exaltados de un pueblo vecino que arrastraron a las turbas del nuestro sin que casi nadie supiera o quisiera pararlos…
Nunca se le podrá olvidar los “paseíllos” que le hacían a la gente más o menos pudiente o que iba a misa o era religiosa o de derechas, dejando en la cuneta su cuerpo muerto. Y los gritos de esas personas que iban pidiendo auxilio y amparo por las calles para que alguien los ayudase, pero nadie se atrevía a hacerlo, pues seguiría el mismo fatal destino del paseado.
Tampoco se le fue de la memoria el cruel y alevoso asesinato masivo producido en la cárcel de Úbeda, en la Avenida de la Libertad, hoy destruida, oyendo su familia todos los disparos que hacían esa fatídica noche, pues vivían, por entonces, en la Torrenueva, mientras su hermano José se tiró toda la noche subido en un árbol como premonición y anticipo de lo que le esperaba en la guerra y su exilio francés…