Por Fernando Sánchez Resa.
Y qué decir del “lañaor”. Uno de aquellos días, el lebrillo con el que mi madre estaba fregando los cacharros de la cocina recibió un golpe y se cascó al dejarlo en el suelo, haciéndosele una buena raja que amenazaba partirse.
—¡Qué contrariedad! —exclamó mi madre—. Ahora tendremos que comprar uno en la calle Valencia o lañarlo.
¡En aquellos tiempos no se tiraba nada, todo se aprovechaba y tenía arreglo! Exactamente lo contrario que se hace ahora, que todo es tirar y comprar. La ecología ya funcionaba por aquel entonces…
A diario pasaban por nuestras calles vendedores ambulantes, hojalateros y de otros oficios que pregonaban sus mercancías. Yo escuché al “lañaor” -o lañador- pregonar su trabajo:
—Laño los lebrillos. Lebrillos y orzas…
Al pasar por mi puerta, mi madre lo llamó, mostrándole el lebrillo. Él muy amable le dijo que se lo lañaba en un momento y se quedaba como nuevo; y por ser el primer trabajo que hacía, no le iba a llevar nada más que una peseta. Mi madre le contestó:
—No, que eso es muy caro.
Él le respondió:
—Pero mujer, si tengo que ponerle más de diez lañas y las estoy cobrando a un real, y a ti te he dicho que sólo te cobro una peseta.
Mi madre, que le gustaba el regateo, aparentando no tener interés prosiguió:
—En realidad, no me hace falta; me apañaré con uno más pequeño que tengo.
El lañador viendo -o vislumbrando- que el trabajo se le iba de las manos, bajando la voz le susurró casi al oído:
—¡Bueno; te voy a llevar tres reales, pero no se lo digas a nadie!
Mi madre fingiendo, cosa que no sentía, le espetó:
—No estoy muy conforme.
El hombre sacó sus artilugios de una bolsa que llevaba a su espalda y se sentó en el escalón de la puerta. De un rollo de alambre cortó varios trozos con unos alicates y doblándole los extremos hizo varias lañas. Cogió el lebrillo y, por donde estaba la raja, fue haciéndole agujeros con un parahúso: instrumento para taladrar, consistente en una barrena. Así, una y otra vez, fue poniéndole las lañas quedándose la unión perfecta. Llamó a mi madre, pidiéndole que le trajese agua. Ella lo hizo al momento, en un jarro. Él la echó dentro del lebrillo y lo movió en varias posiciones diciéndole:
—¡Se ha quedado perfecto!
Mi madre sacó una moneda de plata, con la esfinge de Alfonso XIII, del bolsillo que llevaba debajo del delantal. El hombre le devolvió un real y con un semblante de satisfacción cogió sus apechugues, le dijo adiós a mi madre y se marchó voceando:
—¡Laño lebrillos…; lebrillos y orzas…!