Mi cuentacuentos preferido

Por Abel Sola Sánchez.

¡Qué gran sorpresa y alegría me llevé esta mañana! Eran casi la nueve y vi aparecer a mi abuelito Fernando, que venía con una carpeta en la mano, pidiéndole permiso al portero para acercarse a mi fila y a mi maestro, para decirles que venía a contarnos dos cuentos a mí y a todos mis “compis”. Yo no tuve más remedio que darle dos besos. También lo agarré de la mano fuertemente, no sea que se me fuese a escapar, y cuando tocó la música de entrada, Fernando, mi maestro, dio dos palmadas para avisarnos que debíamos empezar a caminar en fila india hacia nuestra clase. Yo lo hice más contento que unas pascuas.

Cuando llegamos, nos fuimos quitando las prendas de abrigo y colgando nuestras carteras en las perchas que tienen nuestras fotografías y, rápidamente, nos fuimos al corro, a sentarnos en asamblea, pues todos estábamos nerviosos de lo que se nos avecinaba.

Yo ya he tenido la suerte de que mi “abu” me haya contado muchos cuentos desde que vine al mundo, pero la expectación y atención que le dedicaron mis compañeros me impresionó de veras.

Empezó Fernando, mi profe, presentando a mi abuelito y diciendo que había sido, durante muchos años, maestro como él, y que venía a contarnos dos cuentos, si nos portábamos bien, claro, y estábamos atentos. Todos nos comprometimos a ello, aunque luego a alguno se le olvidase al ratito…

Comenzó diciéndonos que este cuento se lo contaban (de pequeño) su abuelita y su madre, y que él también se lo había contado a sus hijas, a mi mamá en concreto; y por eso quería que nosotros escuchásemos hoy “El lobo y los siete cabritillos”, que era de los Hermanos Grimm. Para ello, trajo una ilustración a color que le dejó a la nueva y guapa señorita de prácticas que tenemos ahora, para que la mostrase en alto, mientras él nos iba relatando, con distintas voces, las peripecias de esos cabritillos que por no ser obedientes fueron engañados por el maléfico lobo, que supo aclararse la voz y blanquearse la pata para conseguirlo. Menos mal que la mamá cabra, con su prudencia y responsabilidad, tan grandes, resolvió el asunto finalmente para que el lobo pereciese con el estómago lleno de piedras al querer beber agua en el río. Las mostraciones que hacía mi “abu” y la canción que acompañó el cuento hicieron las delicias de todos nosotros (“Al lobo no tememos, al lobo no tenemos, tranlaranlaran,  tranlaranlaran…; y por eso cantamos y por eso cantamos…”). Hasta estuvimos contando todos, con nuestros dedos, tanto los cabritillos que estaban en la casa como los que se comió el lobo y los que sacó la mamá vivos de su vientre cuando los recuperó. Y mientras entonábamos la canción, hacíamos palmas. ¡Qué bien estuvo aquello!, aunque siempre hubo algún compañero que se distrajo un poquito…

Antes de empezar a contarnos el segundo cuento, “La vaca de la nata”, nos explicó que lo habían escrito entre mi abuelita y él; y que, como todas las noches le contaba cuentos nuevos a mi mamá cuando era pequeña (como yo lo soy ahora), antes de dormirse, ella se lo contó a mi abuelita Margarita que fue la que lo escribió sobre el papel. ¡Huy qué lío me estoy haciendo!

Total que como el protagonista se llamaba Manuel, mira por dónde dos niños de mi clase tienen ese mismo nombre, y entonces todo fue más divertido. Como mi abuelito Fernando me dio la vaca de madera para que yo la tuviese en la mano y se la enseñase a mis compañeros, pasé un rato muy divertido, sintiéndome protagonista de la clase.

Lo que yo llegué a entender es que una vaca que se llamaba Lucera, que era de color rojizo y que tenía una mancha blanca en la frente, como un lucero, tenía poderes especiales y en lugar de dar leche normal, cuando ésta se metía en el frigo se convertía en nata, con lo que a mí me gusta y a muchos de los que allí estábamos casi chupándonos los dedos. Y que, además, decía muaaa, en lugar de muuu, como hacen todas las vacas. Pero nos pusimos todos un poquito tristes, pues se la robaron a su amo y hasta que la encontró pintada de otro color y la lavaron, no descansamos. ¡Qué bien acabó el cuento y todo, pues dimos un gran aplauso a nuestro cuentacuentos de lujo de este día!

Las dos veces acabó de la misma manera, el cuento, mi “abu”«¡Colorín, colorado, este cuento se ha acabado; y ¿a vosotros os ha gustado?».

Tan bien fue la cosa que mi maestro Fernando le dio las gracias y lo invitó a que volviese cuantas veces quisiera a contarnos cuentos, pues la verdad es que nos lo pasamos de rechupete. ¡Viva mi abuelito! Lo quiero un montón grande…

Yo le dije adiós con la mano y me acerqué a Fernando para que nos pusiese la canción “La Saltarina” que tanto nos gusta a todos, pues nos da mucha marcha, especialmente a mí. Habían pasado treinta minutos y no nos habíamos dado ni cuenta…

Luego, se fue mi abuelito y, según me dijo después, cuando fue a recogerme a Kindermundi, como se le había olvidado echarse fotos con nosotros en mi clase (también por la emoción y los nervios que él tenía, a pesar de su edad y experiencia) y ya no era cuestión de volver, se hizo las fotos en otro lugar como si estuviese contándonos el cuento y con la vaca que hay en una tienda de la calle Laraña.

Como habrán podido comprobar ya, soy Abel y estoy deseando que vuelva mi abuelito a ser el cuentacuentos de mi clase. ¡Lo estoy esperando con los brazos abiertos…!

Sevilla, 6 de noviembre de 2018.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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