Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- La inquietante presencia del señor Gálvez.
Gálvez utilizaba un tono, entre guasón y suspicaz, que hacía dudar a Fandiño de si realmente tenía intención de vender, o simplemente se trataba de una prueba, para asegurarse de que su amigo era capaz de vender sus parcelas, tal y como le había prometido. Pero bien mirado, aquello era –a todas luces– imposible. Para conseguir una mayor comisión, le “encolomaron” (ese era el verbo que se utilizaba para los grandes chanchullos) unos terrenos, frente a un arroyo seco, casi un barranco, que por su gran dificultad de venta estaban premiados con una prima doble. Fandiño miró el reloj, recogió el “Ciento veinticuatro” del aparcamiento y, escudándose en lo avanzado de la hora, se despidió de su jefe.
Aquella noche, no pudo pegar ojo. Conocía lo suficiente a Gálvez para sospechar lo que le haría, si descubría que lo había engañado como a un pardillo; sabía que le había vendido una moto averiada y que se había comportado con él como un liante; imaginaba la escena de Gálvez y el cura joven al que acusaron de estar implicado en el robo de la dinamita: sentado en una silla, atado de pies y manos, con los ojos vendados y la pistola apoyada contra su sien. Llegó a pensar que también él podía acabar así. Cuantas más vueltas le daba, más pánico sentía. Permaneció despierto y sudoroso toda la noche, dando vueltas en la cama, observando las manchas de humedad de las paredes, que le parecían espectros de animales amenazantes. Sentía mucho miedo –esa emoción que nos mantiene vivos y nos hace humanos–. De cuando en cuando, se levantaba y salía al pasillo: abría la ventana y encendía un cigarrillo, mientras miraba las estrellas y escuchaba los ronquidos de los huéspedes de la pensión, a través de las rendijas de las puertas.
Pensó que debía alejarse de Gálvez lo antes posible, buscar alguna excusa y salir para Mondoñedo, cuanto antes mejor. Sin dormir apenas, a la mañana siguiente llamó por teléfono a Lucía, le dijo que había recibido un telegrama en el que le comunicaban que su padre estaba en las últimas y debía marcharse con urgencia. Poco más tarde, se encontraron en un café de la calle Conde del Asalto, frente al bar London; se sentaron en un velador sucio y desportillado, pidieron café con leche y Fandiño le confesó a Lucía que, por un asunto grave, necesitaba marcharse con urgencia; que no pensaba volver a Barcelona, y que estaba impaciente por emprender su negocio en Mondoñedo.
―¿Te vienes conmigo?
Ella no esperaba una propuesta tan repentina, y al principio se quedó muy seria y cavilosa, pensando que si se iba con Fandiño decía adiós a la paga extraordinaria. Pero como en los asuntos de amor todo es posible, él se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y, con mucho disimulo, le enseñó el fajo de billetes que había ganado con la venta de las parcelas de Gálvez. Ese tierno y romántico detalle terminó por disipar sus dudas y convencer a la gallega.
―Tú sabrás lo que haces ―dijo Lucía con un gesto melindroso y zalamero—.
Al día siguiente, muy temprano, Fandiño llenó de gasolina el depósito de su Seat 124, y juntos emprendieron el viaje. Desayunaron en Zaragoza, almorzaron en Logroño y, a eso de las nueve de la noche, llegaron a Burgos, porque el motor del coche se calentaba con demasiada frecuencia y, en varias ocasiones, tuvieron que parar hasta que bajaba la aguja de la temperatura. Preguntaron por una pensión que tuviera teléfono y se hospedaron en el Hostal los Corrales, en la calle Paloma, muy cerca de la catedral. Antes de cenar, Fandiño llamó al cabaret, en donde trabajaba; le preguntó a la señora de los lavabos por el señor Gálvez; ella le contestó que aún no había llegado –tal y como esperaba–, y le dejó el recado.
―Dígale al jefe que voy camino de Galicia por un asunto familiar grave.
―¿Qué le ocurre, señor Roque? Alguna desgracia, ¿verdad?
Se sonó la nariz y, en un tono lloroso y lastimero, respondió.
―Sí, señora; mi padre. Es muy mayor y no sé si llegaré a verlo vivo. Por eso, he salido deprisa y corriendo. Dígale a Gálvez que cuando pase todo, volveré a llamarlo.
Y se pasó un buen rato repitiendo.
―¡Ay! Qué lástima de mi padre.
―Lo siento, hijo mío. Ten cuidado con la carretera.
―Gracias, señora. Y no se olvide de decirle a Gálvez que he llamado.