Por Mariano Valcárcel González.
Cada mañana observo mi cara en el espejo. Claro, es que me aseo y me afeito diariamente, no por mi egolatría injustificada.
Cada mañana me observo y voy anotando los cambios y me sorprendo de los mismos. Y ahí hay toda una historia de muchos años ya que van transcurriendo «sin prisa pero sin pausa» (frase hecha muy oportuna, cierto), pero inexorables. Trato de averiguar hasta dónde me llevarán esos años, cuántos habrán de transcurrir todavía y qué cambios se obrarán también en mi fisonomía. Vanos intentos de saber nada, pues nada nos es revelado.
Yo me afeito con cuchilla, no con navaja ni con maquinilla eléctrica. Antes utilicé esta última, pero resulté de piel demasiado fina y delicada, ¡quién lo diría!, y terminé optando por el ritual del agua y el jabón o la espuma de afeitar y, desde luego, la maquinilla de cuchillas. No me importa perder supuestamente cierto tiempo en esta operación; aunque, cuando hay prisa por cualquier motivo, lo hago con velocidad, sin prestar demasiada atención al acabado.
Creo que la última vez que me afeité en una barbería (que digo barbería, no peluquería, pues de hacer la barba o afeitarla iba el oficio) fue la víspera de mi casamiento, y ya han pasado años. En la barbería te afeitaban a navaja; esa navaja clásica y grande, amenazadora de gaznates prominentes y ejecutora de más de un asesinato premeditado, que se utilizaba tras haberte enjabonado profusamente con la brocha todo el territorio piloso; generalmente, eso servía de masaje ablandatorio de la dura piel del cliente (y las había bien duras) y de domeñación de los pelos.
Empleaba la navaja el barbero con exquisita precisión, llegando con su filo hasta los más recónditos pliegues donde se alojaban, escondiéndose del peligro, los pelos más rebeldes. Con una mano, utilizaba la navaja y, con la otra, te movía la cabeza, te giraba la cara, te levantaba el mentón, te tiraba de la nariz hacia arriba o te estiraba el moflete. Era de ver la cantidad de manoseos a los que te sometías en aras de quedar con la cara lisa y suave como culito de bebé.
Luego que te había rasurado, te ponía el barbero una toalla caliente alrededor de la zona operada, manteniéndola un tiempo, para así –decía- abrir los poros. Pero, luego de abiertos, iba y te aplicaba un masaje o loción que te hacía ver todas las estrellas, de lo fuerte que era. Generalmente, se aplicaba una de la marca Floyd, que era lo más de lo más para quien se debiera sentir varonil, pues de hombres sin duda era el soportarla. Eso sí; se te quedaba la cara fresquita y totalmente saneada, aséptica. Si además te aplicaban colonia Barón Dandy, ya era la repera.
Lo de la asepsia era muy importante, porque, utilizando la misma navaja para variados clientes, se podía transmitir cualquier infección o contaminación, fuese de los demás clientes o de la poca higiene del local. Creo -no sé a ciencia cierta, porque no lo he comprobado- que dejaron de afeitar en las barberías a raíz de la aparición del sida.
Creo que hay personas habilidosas que se atreven a afeitarse de este antiguo modo.
Yo, como digo, lo hago con maquinilla de cuchillas. ¿Saben por qué me ha venido este tema a la mente?; pues, porque he visto la evolución de las maquinillas manuales de afeitar, desde aquel «da un gustirrinín» de Gila, hasta las que tienen cabezales móviles y no me quito de la cabeza lo que puede ser cosa obvia, que por mucho que varíen y modernicen una maquinilla y las hojas de afeitar, por mucho que aumenten el número de cuchillas en los cabezales, el esfuerzo realmente es de una inutilidad asombrosa y solo sirve para presentar modificaciones novedosas que encarecen el producto, pero que no aportan calidad alguna al afeitado (aunque nos lo presenten por medio de las muecas de un afamado futbolista).
¿Que por qué digo esto? Porque, a pesar de las cuchillas que tenga la maquinilla, la tendencia natural es repasar y volver a repasar la trazada, independientemente de si utilizas una hoja, dos o hasta cinco en cada aparatito. ¿Verdad que nos repasamos…?
El cabezal con dos hojas podía tener su interés por el efecto de arrastre y repaso inmediato que ello suponía; pero aumentar más su número no garantiza un mayor apurado de una sola pasada, que es lo que tratan de hacernos convencer los fabricantes, para colocarnos sus últimos diseños. Dicen que una marca puntera se gastó una millonada en investigar, durante un año, la colocación y efectividad de la tercera cuchilla. ¡Y ya vamos por cinco!
En fin, que este aseo diario me lleva a pensar en la inutilidad que, a veces, nos supone tanta acción rutinaria, que ya hacemos mecánicamente y que, alguna vez, adoptamos sin evaluar bien el porqué; es posible, porque alguien así nos lo aconsejase, porque lo vimos hacer a otros, o una simple e irrazonada manía. Hacemos muchas cosas así (o no las hacemos, pero por lo mismo) y, luego, se demuestran falsas o inútiles, sin mayor consistencia.
Se cuenta que en los ferrocarriles del imperio Austro-Húngaro (y yo lo he visto en los tiempos del ferrocarril de Linares-Baeza) existía la rutina de ir golpeando las ruedas del tren con un martillo, escuchando su sonido. Le preguntaron un día a uno de los peones que por qué lo hacía y no supo contestar; lo hacía así, porque una vez se lo habían mandado. Este es el espíritu del “siempre se ha hecho así”, sin más crítica ni consideración. Y de esto quedan muchos y a esos se les llama “conservadores”.