Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Los últimos detalles.
En ese momento apareció en el comedor el señor Bueno, con la caja de los relojes en la mano; le entregó uno a María Luisa y, con suma discreción, Soriano le confesó que la señora estaba interesada en adquirir dos parcelas.
―¿Lo hace como inversión o para edificar? ―preguntó el jefe de ventas—.
―Como inversión ―respondió Soriano con gran seguridad—.
Tanto si respondían que compraban para construir, como si decían que se trataba de buscar una buena rentabilidad, la respuesta siempre era la misma.
―En ese caso, puedo ofrecerle unas condiciones especiales: mínima entrada y un aplazamiento de tres años sin intereses. ¿Verdad que les gustan? Pero no comente con nadie estas condiciones tan especiales, por favor. Por cierto, ¿se imagina cuánto dinero conseguirá cuando haya terminado de pagarlas?
―Díganoslo, usted.
El señor Bueno vacila unos segundos antes de responder, sonríe mirando a María Luisa y al final afirma:
―Alrededor de tres millones de pesetas.
―¿Por las dos? ―pregunta María Luisa plena de satisfacción—.
―No, señora. Tres millones por cada uno de los terrenos. Piense que será propietaria de unos mil seiscientos metros cuadrados en la urbanización más exclusiva y emblemática de Cataluña.
Y allí mismo, alzando la voz por encima de las conversaciones, anunció a los comensales la compra de dos parcelas por una señora, ejemplo de valor y decisión. Al momento, todos los vendedores acudieron a la mesa a felicitarla y ella se sintió la mujer más feliz del mundo, cuando un hombre tan guapo como Velázquez estrechó su mano y se la llevó a los labios, con el más que evidente mosqueo de Damián Soriano.
La mañana no dio para más: en la finca, calor, mucho calor, gritos, polvo, carreras, anuncios de falsas ventas y al final el sorteo que, gracias a los buenos oficios de Claudia y de Velázquez, “casualmente” favoreció al bombero y a su esposa. Subieron al autocar, molidos, echando los bofes. Algunos, los más obesos, se secaban el sudor con el pañuelo, y María Luisa abría la ventanilla del autocar y se abanicaba con la carpeta de Soriano.
Por su parte, durante la bajada, Velázquez y la señorita Claudia recomendaban al bombero y a su esposa mucha discreción, porque la gente es muy envidiosa, y seguramente nadie entendería que, con cinco hijos y un sueldo de bombero raso, cometieran la locura de comprar una parcela. Pero gracias a los contactos de Velázquez, que ya era como un hermano para él, su situación económica cambiaría en breve. Así se lo había prometido.
Los que no habían vendido se olvidaron de sus clientes y se acomodaron en la parte trasera del autocar, para comentar la suerte del esquelético vejestorio que le había endosado nada menos que dos parcelas a la fornida peluquera. Paco no dejaba de mirar al reloj y Javier lo observaba con media sonrisa irónica, porque sabía que las chicas los estaban esperando en el Márisol Palace.