Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- La primera mentira.
En el cursillo, nos habían dicho que durante el almuerzo era mejor hablar de cosas ajenas a la urbanización y que después, con el café y la copita de coñac, sacáramos los planos y el papel en blanco para hacer los números e informar del precio y las condiciones de pago. Como apenas habíamos hablado de parcelas, durante el viaje, no sabía si aprovechar aquel momento para recuperar el terreno perdido o preguntarle al señor Recasens qué noticias de “La Vanguardia” le habían parecido más interesantes. De pronto, se me ocurrió una idea, para poner a salvo mi dignidad y no quedar como un novato. Haciendo de la necesidad virtud, les eché la única mentira que dije en toda la mañana. Pedí disculpas por no haberles informado debidamente, y les dije que yo no era vendedor de la empresa, sino un administrativo.
―Estoy aquí porque el comercial que debía haberles acompañado se encuentra indispuesto y me ha pedido, por favor, que le supliera. Ya habrán notado que no tengo la facilidad de palabra de mis compañeros, ni su desenvoltura en el trato con clientes.
―No se preocupe ―respondió la señora con exquisita amabilidad―; la verdad es que ni mi esposo ni yo teníamos ningún interés en venir; pero la señorita que nos atendió se mostró tan atenta que fuimos incapaces de negarnos. Es una francesita muy educada. Genny, me parece que se llama.
Aunque cueste creerlo, aquella confesión me hizo recuperar la seguridad. Al fin había una señal de contacto entre mis clientes y yo. Estaba claro que, con la mentirijilla, había dado el primer paso para ganarme la confianza de los señores Recasens y era casi seguro que, a partir de ahí, todo lo que dijera les parecería verdad. Estaba contento; después de que no me habían hecho ni el más omiso de los casos durante el viaje, empezaban a hablarme con absoluta familiaridad. Observé que el resto de mesas estaban terminando de almorzar; una señora bajita y regordeta pasó por las mesas, recogiendo los platos y los cubiertos; nos sirvió los cafés y dejó en la mesa una botella de Fundador. En pocos minutos, se desplegaron los planos y aparecieron los bolígrafos y los folios en blanco. Desde nuestra mesa se podían escuchar los comentarios: «Una parcela de veinte metros de fachada, por cuarenta de fondo, son ochocientos metros cuadrados, espacio suficiente para hacer una casa de ciento cincuenta metros de planta, y una piscina familiar». ¡Cómo luchaban por la venta! Me hacía gracia observar su insistencia para poner a los clientes alegritos, a base de copas de coñac. «Vamos, señor Martínez, que estamos en el campo y el aire de esta tierra hace milagros. Ustedes son nuestros invitados y queremos que pasen un día inolvidable».
Animado por los comentarios, yo también decidí sacar los planos.
―Bueno, aunque ustedes no tenían demasiado interés en venir, ya que están aquí, permítanme que les informe del precio y las condiciones de pago de las parcelas. Sin ningún compromiso, por supuesto. ¿De acuerdo?
El señor Recasens esbozó una sonrisa neutra y, en vez de hablar de números, que siempre es farragoso y poco agradable, me pareció conveniente hablarles de lo que Edén Park sería en el futuro.
―Lo que voy a contarles lo desconocen la mayoría de mis compañeros, y si yo lo sé es porque, como acabo de decirles, trabajo en administración ―concretamente en contabilidad―; pero sepan que estamos haciendo gestiones con Severiano Ballesteros para que nos asesore en el trazado de un campo de golf.
Estaba seguro de que en esa mentira no me pillaban, porque no le iban a preguntar a Severiano Ballesteros, si lo del golf era verdad.
―Estas cosas se llevan en secreto ―continué con la mentira―, más que por nada, para evitar la especulación de las grandes fortunas. ¿Me entienden? Si hoy se vende el metro cuadrado a tres mil pesetas, cuando el proyecto esté totalmente terminado, puede alcanzar las treinta mil. Piensen que incluye zonas ajardinadas, piscinas, un club de tenis, y el campo de golf del que les he hablado.
―Y, ¿para cuándo estará terminado? ―se interesó la señora—
―Los técnicos hablan de tres años, pero yo no lo creo ―respondí―. Yo diría que en menos de cinco no se termina una obra tan ambiciosa como esta. ¿No le parece, señor Recasens?
―Eso creo yo ―respondió dubitativo—.
Fueron las únicas palabras que dijo en toda la mañana.