Por Mariano Valcárcel González.
Escribí hace tiempo que parecía que fuese a propósito que se premiase a los malos, a los que peor habían hecho sus obligaciones, a quienes no cumplieron correctamente su trabajo. Sí, hace un tiempo que esto escribí.
Pues como si fuese ahora mismo, que lo que escribí no solo no era un parecer mío sino que se muda en realidad absoluta. Mírese, si no, lo sucedido con el Banco Popular, unos de los punteros (se ve que supuestamente) de España, que se ha vendido, asombrado estoy, ¡por un euro!, ¡todo un banco, con todo lo de dentro y lo de fuera, por un euro, tío!, que de saberlo uno, que tiene al menos un euro, habría ido a esa compra… ¿Se lo imaginan?
Este banco fue, al parecer, degradándose sin que nadie lo evitase, ni los directivos del mismo que, a mi parecer, fueron unos ineptos con pretensiones de ser algo mejor, ni los que dentro de los mecanismos externos de control y supervisión (los que tiene el Gobierno y la Administración para defender los intereses generales) debieron poner mucho más interés en evitarlo. El colmo de todo es no ya esa venta, que lo es sin duda, sino las indemnizaciones y gratificaciones millonarias que pretendían llevarse, al menos, los dos últimos gestores principales de ese banco. No solo han hecho mal, muy mal, su trabajo, para el que se supone que los pusieron porque eran expertos, sino que además “rascaron” todo el dinero que pudieron para no irse con las manos vacías, ellos, pobrecitos, que se quedaban sin empleo.
Esto ha venido sucediendo con otras entidades del ramo y también con otras derivadas de la Administración (por ejemplo, esos “entes autónomos” que se administraban al margen de los canales administrativos oficiales; esas empresas que surgieron como setas en ayuntamientos, diputaciones o autonomías y dirigidas “a dedo” por supuestos incondicionales del partido que fuese, que bien que supieron no ya dirigirlas sino saquearlas). ¿Tendría que citar algunas que ya no se sepan…?
También ha sucedido dentro de las mismas administraciones. Como, supuesta y magnífica doctrina declarada por un chupóptero del ramo, el dinero público no es de nadie, pues que nadie debiera alterarse si a ese huerfanito lo adoptamos y le damos nombre y domicilio (obra de misericordia, sin duda). Así nos enteramos, casi por la puerta de atrás, que se deben pagar más de cuatrocientos millones de euros por nada, solo por no cumplir el compromiso de quedarse con más aviones de carga que los que se necesitaban (o se podían pagar)… Quienes tuvieron la responsabilidad de decidir tal desastre para las arcas nacionales (y, por lo tanto, nuestras), no han sido requeridos a dar explicaciones ni amonestados y menos obligados a pagar con sus bienes tal desaguisado.
Lo mismo que se han hecho obras e infraestructuras que valen varios presupuestos generales o municipales, que luego, o no sirven para nada, o están infrautilizadas, o, simple y llanamente, son mudos testigos del derroche, la dilapidación, la megalomanía o la estulticia de unos cuantos, a los que no se les piden cuentas ni restituciones. Y no podemos más que pensar que nada es casual, que nada pasó sin advertir, o porque sí; que no sucedieron los hechos sin remedio, sino que hubieron quienes ‑estos sí‑ planeaban con meticulosidad todo para ir quedándose con lo que se iba cayendo por el camino; que nunca pensaron que lo que autorizaban o diseñaban y construían sirviese en realidad para algo, si no fuese para su beneficio y lucro.
Mírese el caso de El Castor, ese supuesto almacén de gas frente a la costa de Castellón y Tarragona, que se montó con un buen coste, pero sin el estudio, más que obligado, de las consecuencias geológicas y estructurales que ello tendría (o si se hizo se obvió, por no corresponder a los verdaderos planes)… Una vez que se comprueba que puede tener funestas consecuencias para la zona, se desiste de seguir utilizándolo y la empresa constructora o explotadora pide, y obtiene, unos suculentos millones de euros como indemnización; lo cual constaba, no se piense mal, en el contrato habido con la Administración estatal. Y ahora habría que preguntarse y, una vez dados nombres y apellidos, reclamarlas por las responsabilidades que hubieron (y los responsables) de tal perjuicio para la hacienda nacional.
Ya, ya lo sé; que me espere sentado (nos esperemos sentados) hasta que en esta nuestra nación alguien se decida a llamar a las cosas por su nombre y a obrar en consecuencia; que lo que es ineptitud, irresponsabilidad, vaciado de las arcas públicas, mero capricho personal sin que nadie lo detenga y así más y más, en realidad falta total de diligencia y de eficacia en la administración de la cosa pública (o privada, pero de muchos), sea denunciado, perseguido y castigado con la obligación necesaria e imprescindible de la restitución de lo dañado por quien eso hizo o fue.
En un pueblo de al lado del mío, oigo que un colegio público tiene una deuda acumulada creo que de seis mil euros (si alguien sabe mejor la cantidad que me la corrija) y nuestra “comprensiva” administración decide que se vaya amortizando con la merma en los presupuestos de años venideros para ese colegio; así carecerán de medios materiales básicos para el funcionamiento (y lo pagará el alumnado, claro). ¿No será mejor determinar quién o quiénes dieron lugar a ese mal funcionamiento económico, por dónde se produjo tal agujero y emplazar a los culpables para que lo amorticen? Si la propia administración tiene parte de la culpa por falta de control (lo cual me extraña muchísimo, pues las cuentas deben cerrarse siempre y cada curso presentarse en la Delegación correspondiente), entonces sí que entiendo que no quieran investigar nada, pues más de uno estará pringado por acción u omisión.
En fin, colegas, más llanto y crujir de dientes, que ya de tanto crujirlos es que está uno desdentado y la verdad es que da muy mala imagen. Mejor para el dentista, claro.