Por Fernando Sánchez Resa.
En las postrimerías del año pasado, estando muy próxima la Navidad, recibimos en nuestra familia un verdadero regalo de Reyes Magos: tu ansiada presencia, Abel. Sentimientos y emociones se entrecruzaron en mi mente, cargados de un cariño y una emotividad especiales. Miedos y anhelos, acumulados durante todo el embarazo de tu madre, eclosionaron en el crucial momento de tu llegada: cómo serías, con qué carita te presentarías a nosotros, qué nos contarías con tu ingenua expresión cuando nos viésemos por primera vez…; en fin, todo ese revoltijo de esperanzas y desasosiegos que consiguieron hacernos llorar de alegría por tu feliz llegada a casa, a hacerte dueño y señor de los corazones de toda tu familia; y a tomar el mando emocional y sentimental absoluto, tocando las fibras más sensibles de todos, especialmente de este abuelo primerizo que, conforme va progresando en años, va haciéndose más sensible y emotivo, cual camino de regreso a la infancia; como me ocurrió cuando fui padre por partida doble. Gracias a ti, volveré a recorrer esa senda maravillosa de tu crianza y ese milagro de una nueva vida, observada por este abuelo al que se le cae la baba y le tiemblan las entretelas del alma al verte mirarnos tan fijamente, premiándonos con tus primeras sonrisas de niño mimado.