“Barcos de papel” – Capítulo 22 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- Una experiencia tranquila y placentera.

Eran las diez la mañana de un espléndido sábado del mes de octubre; esa hora en que la gente sale a la calle a respirar el aire de la mañana, a pasear al perro por el barrio, a tomar un café o a comprar el periódico en el quiosco de la esquina. Olga llevaba fuera una semana. El hámster, con la loable intención de asegurarse mi afecto y protección, se embuchaba todo lo que le ponía en el comedero y cada mañana me saludaba con su carita pícara y simpática, para demostrarme que se encontraba bien conmigo y me aceptaba como jefe y mentor. El franquismo entraba en su fase terminal, yo había empezado el tercer curso de carrera, y en España soplaban nuevos vientos de libertad. Era la época del «Vive y deja vivir», de los conciertos de rock, de la cultura psicodélica y de la desinhibición de la juventud en materia de sexo.

Se empezaba a advertir el ambiente incendiario del primer tercio de los setenta, y los jóvenes teníamos la sensación de que muy pronto seríamos capaces de forjar un mundo nuevo, más libre, más solidario y más feliz. Roser y yo tampoco éramos ajenos a la efervescencia de aquellos años mágicos. Pasé a recogerla con mi flamantecoche, y ella subió al coche sin hablar apenas, como cuando tienes que examinarte de una materia difícil y prefieres permanecer en silencio para no perder la concentración. Estaba en la puerta de su casa con un jersey rojo de cuello vuelto, una faldita escocesa ‑muy corta‑, mocasines negros ‑según la moda de la época‑ y los libros de derecho bajo el brazo. Lo único que me comentó es que su padre tenía mucho interés en hablar conmigo.

—Y, ¿te ha dicho de qué quiere que hablemos?

—No; ya sabes cómo es.

—¿De verdad, no lo sabes?

—Pues claro que no lo sé; si lo supiera, te lo diría.

No me gustó aquel tono, me parecía nerviosa y me puse a la defensiva.

—¿Tú crees que en el piso de Susi podremos estudiar? Si allí siempre hay más gente que en Las Ramblas.

—Hoy estaremos solos. Sus compañeras de piso están en Gerona; han ido a pasar el fin de semana con sus familias y Susi se ha marchado con ellas.

La respuesta me dejó «estumefacto», como hubiera dicho Catalina. Abrimos la puerta procurando no llamar la atención de los vecinos, y cogimos el ascensor sin hacer ruido, como si fuéramos a cometer una mala acción. Entramos en el piso, Roser cerró por dentro, con llave, y la dejó puesta. Aquel silencio me parecía maravilloso; colgué la chaqueta en el respaldo de una silla del comedor y dejé los libros encima de la mesa. Roser me cogió de la mano, me llevó al dormitorio de Susi y dejó levemente entreabierta la ventana. El papel de las paredes era beige a rayas verticales, y en la cabecera de la cama había un póster en blanco y negro, clavado con chinchetas. Era la fotografía de una chica desnuda de cintura para arriba que tenía el cuerpo cubierto de pegatinas con el símbolo universal de paz y amor adoptado por los jipis. En la mesita de noche, había una foto de Susi y los últimos números de la revista “Cambio 16”.

De pie, al lado de la cama, sin mirarme, Roser se sacó el jersey por encima de la cabeza y yo empecé a desabotonarme la camisa. Nos sentamos uno a cada lado de la cama y nos quitamos el resto de la ropa, menos la ropa interior. Estábamos tan encendidos que, antes de terminar, nos abrazamos con enorme ternura y dejamos que fueran las manos las que hablaran mientras exploraban cada rincón de nuestros cuerpos. Aquella mañana, tuvimos nuestra primera aventura tranquila en cuestión de amoríos.

roan82@gmail.com

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