“Barcos de papel” – Capítulo 19 e

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5.- Como el gato y el ratón.

—Con su permiso, don Ramón.

Me levanté, abrí un poco la ventana para ventilar el saloncito, y Vilanova aprovechó la ocasión para decirme en tono muy solemne:

—Querido Alberto, todo joven debe pensar en su futuro alguna vez. ¿No le parece? Pero la falta de experiencia nos lleva, en ocasiones, a plantearnos planes alocados: hermosos, incluso utópicos, pero carentes de esa imprescindible objetividad que otorga la veteranía. ¿Me comprende?

La verdad es que no terminaba de entenderle, me había distraído el ruido de los platos y los cubiertos que llegaba de la cocina. No obstante, le miré de frente y le dije muy orgulloso:

—Yo pienso en mi futuro. Precisamente acabo de enviar mi currículo a un prestigioso gabinete de abogados, para cambiar de trabajo.

—No me refiero a eso; lo que quiero decir es que, al parecer, Roser está entusiasmada con usted. Hay muchos chicos que van tras ella, no crea; pero, como padre, tengo que procurar darle lo mejor. Una hija es algo especial y ella es mi vida. ¿Verdad que lo comprende?

—Sí, señor: es una chica extraordinaria. Somos muy amigos y nos entendemos muy bien.

—Le haré una pregunta y quiero que me responda con franqueza. Ya puede imaginarse de lo que voy a hablarle, ¿verdad?

Notaba que su trato era más amable en cada momento, pero no me fiaba; analizaba cada una de sus palabras y trataba de cumplir con las normas que exige la buena educación. Si me hablaba como a una persona adulta, debía hacerme acreedor a un trato tan cortés.

—Sí, señor. Supongo que me hablará de Roser.

—¿La piensa respetar? No me responda si no quiere; pero, si lo hace, dígame la verdad. Usted sabe perfectamente lo que quiero decir, cuando hablo de respeto. ¿Verdad que sí? Pues, si me promete hacerlo, nos daremos la mano y ésta será su casa de ahora en adelante; pero si sus intenciones no son las correctas, no estreche mi mano. Nos diremos adiós, y usted gozará siempre de mi absoluta consideración, por su honradez.

Aquello no me lo esperaba. Debió verme tan sorprendido que cambió su tono de voz, forzando la intensidad de sus palabras. Se quedó mirándome a los ojos, y volvió a preguntar:

—Señor Ruiz, ¿la piensa respetar?

Era la primera vez que alguien me exigía una cosa de tanta responsabilidad. Dar la palabra y estrechar la mano de un señor como Vilanova era algo importante; y no respetar el compromiso, cosa de miserables. Llevado por la euforia del momento, le dije en un tono solemne, glorioso casi:

—No necesito pensarlo, don Ramón. Tiene usted mi palabra.

—No esperaba menos de ti, querido Alberto. Si cumples tu palabra, y sé que vas a hacerlo, ésta puede ser tu gran oportunidad. Tienes en las manos el futuro de mi hija y también el tuyo. No lo olvides.

Encendió el puro que se había apagado, tomó un sorbo de coñac, y preguntó:

—¿Sabes cuál es la mejor forma de hacerse rico?

—Sí, señor. Supongo que naciendo en el seno de una familia millonaria —contesté, haciendo el chiste que se me vino a la cabeza—.

—No lo creas. Cuando heredas una fortuna, tienes que emplearte a fondo para mantenerla. Es una tarea ingrata y muy difícil; favores, compromisos… Nunca sabes lo que es tuyo y lo que pertenece a los demás. No es esa la forma más fácil de prosperar. Lo mejor es que cada uno se labre su futuro y eso es posible con un poco de valor y algo más de imaginación.

—Y dinero, don Ramón. Y dinero.

—No lo creas. Hay negocios para los que no se necesita el dinero. En el mío, por ejemplo, el dinero es lo menos importante. Más adelante te explicaré el secreto.

Aquel hombre me parecía listísimo. Hacer negocios sin dinero era algo asombroso. Estaba ensimismado con estas reflexiones, cuando entró Roser, encendió la luz, corrió las cortinas y empezó a ventilar la salita.

—Papá, no sé cómo puedes soportarlo; cualquier día te vas a asfixiar.

Roser miró al reloj muy sonriente, y dijo dirigiéndose a mí:

—¿Sabes qué hora es? Lleváis de charla más de dos horas.

Me hubiera gustado seguir hablando de cómo se pueden hacer negocios sin dinero, pero me lo tomé con resignación; le pregunté por el lavabo y me indicó la puerta. Estaba atestado de tarros de crema, toallas y cepillos. Me lavé las manos y me puse un poco de Lavanda Puig. Me despedí de la señora estrechando su mano y haciendo una leve inclinación de cabeza, y del señor Vilanova, que me cogió por los hombros y dijo en tono muy afable:

—Querido Alberto, espero que muy pronto tengamos el placer de volver a verte. Ya sabes que desde hoy, todos estamos a tu disposición en esta casa.

Se alisó las solapas de la chaqueta, se frotó las manos sin dejar de mirarme y, moviendo de un lado a otro la cabeza, siguió hablando:

—Y no lo digo sólo en nombre de mi familia, sino que yo, personalmente, Ramón Vilanova Rebollo, me pongo a tu servicio. Sabes que puedes contar conmigo para lo que gustes mandar.

—Lo sé, don Ramón y se lo agradezco de corazón.

—Ramón; para ti, simplemente Ramón.

—Papá, perdona, pero tenemos un poco de prisa.

—Vamos a ver, Roser, ¿necesitas dinero?

—No, papá, no me hace falta.

—Ahí tienes mil pesetas —dijo sacando la cartera y entregándole un billete—. La juventud es una etapa maravillosa y hay que vivirla a fondo.

—Gracias, papá. Muchas gracias.

—Hasta pronto, señor Vilanova.

—Así lo espero y lo deseo, amable joven. Que ese «Hasta pronto», sea lo más breve posible.

La tarde estaba fría y la humedad se metía hasta los huesos; pero, cuando salimos a la calle, Roser empezó a gesticular, parodiando el aire ceremonioso de nuestra conversación.

«Pase, amable joven; primero la juventud ‑y hacía ademán de dejarme paso‑». «Por favor, don Ramón, ardía en deseos de hablar con usted». «Llámeme Ramón; simplemente Ramón».

Se partía de risa. Nunca la había visto reír de aquella forma.

«¿Qué le parece este vino, amable joven? Excelente elección ‑decía con voz muy grave‑». «Exquisito; un caldo muy equilibrado, don Ramón ‑contestaba imitándome‑».

—No conocía esa faceta tuya. ¡Qué cara tienes!

Yo no sabía cómo tomarlo; pero la veía contenta, amable, encantadora. Hoy imagino que todos aquellos gestos eran producto de su nerviosismo; una forma como cualquier otra de liberar el hambre de sexo y nuestras tensiones juveniles.

roan82@gmail.com

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