“Barcos de papel” – Capítulo 19 d

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4.- ¡Estas chicas de hoy…!

A finales de noviembre, los padres de Roser me invitaron a comer. Como yo no tenía experiencia en este tipo de situaciones, le pregunté a ella si le parecía bien que fuera, y se puso a hablarme de su padre.

—Debes tener cuidado. Es inteligente y trabajador: chapado a la antigua, pero con buen fondo. Si alguna noche llego tarde a casa, no me reprende; mira al reloj, le doy un beso y no dice nada. Pero luego, lo oigo refunfuñar y darle la lata a mi madre durante un buen rato. No te preocupes; tú le gustarás.

—¿Por qué?

—Le dije que habías estudiado con los jesuitas, y noté que sonreía con agrado. Compréndelo: lo hace por mí. Le gusta que tenga amigos con iniciativa. En el fondo, busca un digno sucesor que continúe su negocio.

Como quería causar buena impresión, compré un ramo de claveles en la puerta del metro. Se lo había visto hacer a Cary Grant en una película, cuyo título no consigo recordar. No sé si seré capaz de relatar la escena de la forma adecuada, pero los hechos permanecen en mi memoria tan vivos como si hubieran ocurrido ayer. Pensé que no estaba bien que me esperaran y, poco antes de las dos y media, llamaba al timbre con mi ramo de claveles en la mano.

Me abrió el señor Vilanova, un hombre alto y serio, con un bigotillo fino, una calva más que respetable y una nariz inequívocamente oriental. Se dejaba crecer el pelo de la parte izquierda de la cabeza, se peinaba con una raya cortita y, ayudado por una generosa dosis de fijador, disimulaba la calva cubriéndola con su propio cabello.

—¿Se puede?

—Adelante, joven, adelante —me saludó eufórico—. Ya tenía ganas de conocerle.

Mientras hablaba, sonreía entornando los ojillos, sin dejar de gesticular. Vestía un traje azul oscuro, camisa blanca, corbata a rayas y zapatos negros, muy brillantes.

—Digo que ya tenía ganas de conocerle; o mejor aún, deseaba que el azar nos deparase la ocasión de saludarnos. ¿Qué le parece? ¿Eh? —siguió diciendo, mientras me daba amables palmaditas en la espalda y cerraba la puerta de la calle—.

—Me parece muy bien —conseguí responder, aturdido por sus exageradas muestras de cortesía—.

Me hice un lío con los claveles. Tuve que cambiármelos de mano varias veces para poder estrechar la suya, y no sabía qué hacer con el ramo. Estaba a punto de entregárselo al señor Vilanova, cuando apareció Roser, cogió las flores, las olió, me miró con los ojos entornados y preguntó:

—¿Son para mí?

—¡Montse, hija mía! ¡Pero qué cosas tienes! Si este amable joven…, perdón; si el señor Ruiz se ha tomado la molestia de comprar estos aromáticos claveles, imagino que no lo habrá hecho pensando en mí. ¡Estas chicas de hoy…!

Me miró con una sonrisa muy acogedora y terminó la frase:

—Le ruego que no me atribuya segundas intenciones. ¿Me comprende, joven?

—Perfectamente, señor. Y no sólo le comprendo —dije adoptando su mismo tono protocolario—, sino que me gustaría decirle que yo también ardía en deseos de hablar con ustedes y conocerles.

—¿Por qué no pasáis a la salita? —preguntó Roser, interrumpiendo la antología de frases rebuscadas—.

—Excelente idea —dijo Vilanova sin dejar de obsequiarme con sus cariñosas palmaditas—. ¿Me acepta un jerez?

—No puedo negarme, don Ramón: estamos en su casa.

—Que también es la suya, amable joven. Vamos a la salita —sugirió, echándose a un lado y cediéndome el paso cortésmente—: la juventud primero.

—Por favor, don Ramón, detrás de usted. El padre es el pilar de la familia.

Vilanova quitó el ABC de la butaca que había junto a la lámpara de pie, lo dejó encima de la mesita, se sentó, y yo me situé a su lado, en un extremo del tresillo.

—No sé si Roser le habrá comentado que me dedico a la promoción inmobiliaria. En plan sencillo, ¿sabe? Estamos a punto de terminar un bloque de sesenta viviendas en la calle Berlín, entre Numancia y Nicaragua. Tuve que pagar a precio de oro un solar en el que, hasta hace poco tiempo, se cultivaban acelgas y lechugas. Pásese por allí, cuando tenga tiempo; aún no se aprecia, pero el día de la entrega de llaves verá qué nivel de acabados. Ahora estoy a punto de cerrar una operación en el barrio de La Florida, en Hospitalet. Es el futuro. La inmigración es una magnífica oportunidad de negocio. Poca exigencia y mucho trabajo. Una bicoca que no durará siempre. ¿Me comprende, Ruiz?

Salió la señora de la casa muy arreglada, dijo que la comida estaba lista y pasamos al comedor. Roser sirvió una crema de guisantes muy bien presentada, con queso fresco y, en el centro del plato, dos hojitas de menta fresca.

—Ya ve que somos una familia moderna, a la par que sencilla —empezó diciendo Vilanova—; pero con principios. A Roser ya la conoce; está en tercero de carrera y, aunque no quede bien que yo lo diga, es una buena hija. Fíjese en el aroma de la crema: lleva unas gotitas de Martini. ¿Lo ha notado?

—Siempre ha tenido mucha mano para la cocina —intervino orgullosa, la señora de la casa—. Ya verá qué estofado tan delicioso nos ha preparado ¿No lo huele?

—¡Mamá, por favor!

—La verdad es que no nos podemos quejar —dijo el padre sonriendo, con aire malicioso—; a veces llega tarde, pero ella no tiene la culpa. La culpa es de mi señora, por haberla mimado tanto desde pequeña. ¿Verdad que me comprende?

—Ramón, no empieces, por favor, que tenemos visita. Sabes que yo no tengo culpa de lo que ocurrió.

Roser me miró con ojos de preocupación, se levantó y se fue a la cocina en un intento de evitar la que se nos venía encima; pero no era fácil que Vilanova, una vez lanzado, diera un paso atrás.

—Perdone, amable joven; mi señora tiene toda la razón —empezó diciendo, con cierto nerviosismo—. Efectivamente, la culpa es mía: en primer lugar, por haberme casado con ella; en segundo, por haber educado a nuestra hija en un carísimo colegio religioso, como mis padres ‑que en gloria estén‑ me educaron a mí; y, en tercer lugar, por tolerar que mi señora le haya consentido, desde pequeña, todos los caprichos. ¿Estamos de acuerdo? —dijo, mirando a su mujer en plan provocador—.

—Papá, tranquilízate que te va a dar algo —intervino Roser, dejando el estofado en la mesa y cogiéndole la mano con suavidad; pero Vilanova era imparable—.

—Y también soy culpable, amigo Ruiz, de no denunciar a tanto profesor malnacido, que se esconde en la Universidad para llenar las cabezas de los jóvenes de ideas perversas y revolucionarias. ¿Ha quedado claro?

—Papá, por favor, no exageres.

—No exagero. Esos profesores, además de unos perfectos ignorantes, son unos hijos de Satanás. Así salen los alumnos: vagos, incultos y caprichosos. No sé si usted lo sabe, amable joven; pero, hasta hace poco, Roser salía con un chiquilicuatro que, por si fuera poco, resultó que era comunista.

—Economista, Ramón —se atrevió la madre a intervenir—; que estaba en tercero de carrera el pobre muchacho.

—¡Comunista, Montserrat! Que salió en todos los periódicos y tuve que aguantar las chirigotas de los imbéciles del despacho, cuando lo detuvieron. ¡Ay, Señor! Si mi padre levantara la cabeza —gritó, rojo de ira—. ¡Mi hija con un comunista! ¿Cuándo se darán cuenta esos insensatos de que el comunismo ha provocado un genocidio mayor que el de los nazis y ha sembrado Europa de campos de exterminio?

Yo no sabía por dónde salir. Miré a Roser que, con una sonrisita, me indicó que lo peor ya había pasado. No era el momento de intervenir. Después de unos momentos de silencio, Vilanova, algo más calmado, se dirigió a su mujer:

—Montserrat, hoy el estofado te ha salido como nunca. ¡Te has lucido!

La madre no respondió, bajó la cabeza y se sonrojó visiblemente, al ser descubierta en la mentira. Y luego, dirigiéndose a mí:

—¿Qué le parece este rioja?

—Delicioso, don Ramón. Un caldo exquisito.

—Veo que lo sabe valorar, amigo Ruiz: un vino elegante, equilibrado y, a la par, con cuerpo. Lo he elegido yo.

—Excelente elección; sí, señor.

—Llámeme Ramón. Para usted soy Ramón; simplemente Ramón.

Una vez restablecida la normalidad, me encontraba muy bien. La comida había sido agradable y los padres de Roser no me habían cosido a preguntas, como esperaba, sino que parecían encantados con mi presencia. Noté que la señora llevaba un buen rato sin quitarme ojo de encima; Roser se movió inquieta en la silla y, en ese momento, la servilleta se le cayó al suelo; me incliné para ayudarla y derramé la copa de vino sobre el mantel. ¡Vaya apuro!

—Señores, lo siento.

Siguió uno de esos incómodos silencios que no sabía cómo resolver, hasta que intervino Vilanova, echándose a reír:

—Alegría, alegría. El vino derramado da buena suerte. Mojad el dedo, lleváoslo a la oreja y pedid un deseo.

—Papá, por favor.

—Por intentarlo, nada se pierde —dije, siguiéndole la broma—.

Me miró, como dándome las gracias, y noté que le había gustado mi salida. Después del postre, me invitó a tomar café.

—Vamos a la salita, mientras recogen la mesa y friegan los cacharros. ¿Le parece?

Roser nos llevó una botella de napoleón con dos copas y me quedé a solas frente a Vilanova. Yo intentaba aparentar mundología; pero mi voz no tenía gran seguridad y ni siquiera era capaz de hablar o de reír de forma relajada. Abrió una caja forrada de piel, tomó un habano y me lo ofreció. Agradecí el detalle, pero no lo acepté: nunca me había fumado un puro y tenía miedo de marearme.

—Prefiero un cigarrillo, si no le importa.

Con gran ceremonial, encendió el montecristo sin dejar de hablar y, al poco rato, el olor del humo era insoportable. Sólo hablaba él. A veces, mostraba una sonrisa bondadosa; pero, al momento, arrugaba el entrecejo, enrojecía de ira y se exaltaba como un hincha en tarde de arbitraje calamitoso. Me costaba trabajo respirar.

roan82@gmail.com

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