Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- La italiana que leía las rayas de la mano.
La fiesta se celebraba en un piso que los padres de Ana habían alquilado a Susi García y a otras dos compañeras de curso. Aquel apartamento era el Arca de Noé: allí se reunían estudiantes y profesores de todas las facultades ‑tanto españoles como extranjeros‑, algunos de los cuales hablaban el español con dificultad. En el piso, la luz era tenue, tirando a misteriosa. Había una soberbia librería y el resto de muebles los habían arrimado a la pared para despejar la habitación. En el único rincón libre de la estancia, una muchacha cantaba tonadillas de Joan Báez, acompañada de una guitarra. Llevaba una túnica de color esmeralda, adornada con pedrería en forma de medallones y figuras precolombinas: monos, pelícanos y culebras de dos cabezas. Llevaba también brazaletes dorados, tobilleras y mocasines de color beis. La llamaban Samita.
A través de la densa niebla que formaba el humo de los porros y los cigarrillos, llamaba la atención un grupo bastante numeroso de jóvenes sentados en cojines, alrededor de una mesita baja, que no paraban de fumar. La pieza olía a las varillas de incienso que se quemaban en un pebetero, al humo del tabaco y a los cigarrillos de hachís que se pasaban unos a otros con fraternal estima. Roser los conocía a casi todos; pero yo, aparte del comando de los folletos, no conocía a nadie. Me acerqué a saludar a Xavier Granados y me pareció que preparaba otro operativo para avivar el amor a la lengua y elevar el sentimiento catalanista en una población que no acababa de despertar. Pero, en esta ocasión, proponía que las escaramuzas se llevaran a cabo en lugares alejados de la ciudad. Por ejemplo, en las montañas, lo cual era mucho más divertido y menos arriesgado.
Roser me presentó a Susi y al resto de la concurrencia y, cuando terminó, nos acercamos al corrillo de los que estaban sentados en el suelo, escuchando muy atentos a una muchacha con un pañuelo azul en la cabeza y aire de pitonisa. Era una chica impresionante, con unos preciosos ojos negros, que leía las rayas de la mano y hablaba de astrología con una seguridad, como si leyera el interior de los que la rodeaban extasiados.
Aprovechando que Roser había salido a preparar otra jarra de sangría, me acerqué al corrillo y la maga, al advertir mi interés, se ofreció a comentar mi signo zodiacal. Le dije que no podía creer que, una persona como ella, se tragara aquellas patrañas.
—¿Patrañas?
Se puso en pie con aire de ofendida, tomó mi mano, la miró con atención y sentenció:
—Muy interesante.
—No te esfuerces, que no me vas a convencer —contesté con una sonrisa—. Esas bromas son para gente más confiada —dije con suficiencia—; pero quiero darte una oportunidad. ¿Por qué no adivinas cuál es mi signo del zodíaco?
—Lo sé desde que entraste por la puerta —respondió la chica con enorme convicción—. Entrégale el carné de identidad a quien te merezca más confianza, que lo guarde para que nadie pueda verlo; y, cuando yo diga cuál es tu signo del zodíaco, miramos el carné a ver si he acertado.
Se lo entregué a una chica bajita y pelirroja, que lo metió en el bolso y, a partir de entonces, se hizo el silencio. Sólo se oía a Samita cantando en voz baja “Cumbayá Deu meu, cumbayá…”, mientras los demás aguardaban expectantes que la pitonisa se levantara y dijera mi signo zodiacal.
—¿De verdad, sabes qué signo tengo?
—Desde que te has entrado.
—¿En serio? Es una broma. No lo sabes. Es imposible que lo sepas. No nos conocemos.
—Pues a pesar de eso. Tú eres del signo de Leo. Un Leo de los más claros que he visto nunca. Mira la fecha de nacimiento en el carné —le pidió a la pelirroja bajita—.
Ahora el silencio era tan completo, que hasta Samita dejó la guitarra encima de una silla y se vino al corrillo con nosotros. Con gran solemnidad, la pelirroja sacó el carné del bolso, lo miró y leyó con gran misterio:
—Alberto Ruiz Alonso, nacido en Pinares de la Sierra el 12 de agosto de 1953.
La pitonisa levantó la cabeza, alargó la mano, tomó el carné y me lo entregó con gran formalidad:
—Leo. Tú eres un Leo de los más claros que he visto nunca.
Parecía cosa de brujería. Nunca la había visto, no volví a verla desde aquella tarde, y aún me cuesta creer que no se valiera de algún truco para acertarlo. A sus palabras siguieron los aplausos y los murmullos de admiración. Pero lo que de verdad cuesta trabajo creer es que, a continuación, cogió la mano de Enric Alsina que estaba a su lado y le dijo que, a pesar de su magnífico aspecto de deportista, tenía una lesión que le impediría cumplir con el servicio militar. Efectivamente: tres meses más tarde pasó la revisión médica y se libró de hacer el servicio militar. Ya sé que parece imposible, pero fue así; y algunos de los que estaban allí, aquella tarde, podrían atestiguarlo. Recuerdo a Paco Jerez, que estaba en tercero de Medicina y hoy es Jefe de la sección de infecciosos del Hospital Clínico. Supe, después, que era una redactora de El Corriere de la Sera; pero su nombre no consigo recordarlo. Cosas de la edad.