Por Mariano Valcárcel González.
En una excursión colectiva por tierras extremeñas, recalamos en un poblado nombrado Garganta de la Hoya, dentro de lo que venían en llamarnos “Ruta del Emperador”.
De todos es sabido que el César Carlos decidió allegarse a estas tierras del norte de Cáceres para irse yendo poco a poco… Decisión que, no dudo, fue influida por diversos ataques que sufría, como la pertinaz gota (no de agua precisamente), los perseverantes luteranos que no cejaban en el empeño, los de sí propio en sus fases de melancolía y me temo que cierto hartazgo del cerrilismo ibérico, encarnado en tanto fraile y cura (que, aunque católico monarca, no cerró el camino humanista hacia la modernidad). Paradójicamente, se metió en aquestos parajes agrestes y de lado de la mano de Dios, tal que sintiera cierta compulsión a las penitencias de los antiguos anacoretas (cosa que él nunca fue). Prueba es que se dice que allá cerca, en Cuacos, hizo que viviese un mozuelo, fruto de sus polvos imperiales (o reales, vaya usted a saber la categoría de cada acto), al que se nombró luego como don Juan de Austria, para dolor de cabeza y celos del hermano rey.
Bien, que digo que a la sobremesa nos llevaron a la dicha villa, conservada en su modorra de siglos, y que nos señalaron como señalables la casa donde fornicaban los lansquenetes de la guardia imperial, un algo que se decía Museo de la Inquisición (que mi sentido del peligro me aconsejó no visitar) y la iglesia.
El templo nos lo explicóuna paisana ad hoc, que al final se cantaba unas loas, que se pretendía fuesen antiguas, a no sé qué santo titular y que, al salir, recibía su óbolo correspondiente. Subíme al coro y allá había algunas tallas pequeñas y cierta rareza (con seguridad para pasos de Semana Santa) que si las descubriesen los perseguidores del no arte (que son muchos y malvados) las elevarían a categoría de rabiosa posmodernidad (o pre, que cualquiera sabe); también había un facistol deseando tiempos pasados.
Bueno, que esta historia viene porque al llegar a la iglesia, que está alzada sobre zócalo de piedra y hay que acceder por escalinatas adosadas al mismo, nos encontramos en la que daba al solano a todo el censo de mayores de la villa, allí, sentadicos y calentándose; en las manos tenían unos cartones que llevaban a la cabeza cuando el “Lorenzo”picaba (o cuando aparecían mamones como nosotros que nos fuimos derechitos a fusilarlos fotográficamente, hablando sin consideración ninguna).
Nos llamó poderosamente la escena y algunos del grupo (con seguridad de los que luego se fueron al horrible museo) se permitieron ciertos comentarios chistosos. Ilusos. Ahí los sabios fueron ellos, los viejos, sin duda alguna.
Aquellos viejos y viejas habrían terminado de comer y… ¿qué hacer entonces ante la tarde de frío febrero? Con seguridad, nosotros no lo hubiésemos dudado, al sofá o mesa camilla y a chupar mierda de la telebasura rampante, servida por los lacayos de Berlusconi. Y así hasta la hora de la cena. Sí, este sería nuestro programa vital.
Pero ellos, los viejos de Garganta de la Hoya, saben mucho. ¿Van a tragarse las milongas amañadas y adulteradas de la tele del corazón? ¿Van a importarle la vida y milagros de sujetas y sujetos con mucha jeta que se ríen de quienes les escuchan mientras ellos se forran (y la gastan) de pasta gansa sin dar un palo al agua? ¿Se preocuparán por las penas de tanto inútil, cuando ‑sin dudarlo‑ ellos arrastran consigo historias de penurias y miserias que harían temblar hasta a su iglesia…?
«Ande yo caliente y ríase la gente», que decía el chascarrillo del poeta culterano, y que no era más que puesta, negro sobre blanco, del sentido común popular. Los ancianos y ancianas en sus escaños, duros, se calentaban gratis, sin malpagar a los vampiros de las eléctricas más de lo estrictamente necesario. Y sin pudrirse el cerebro más de la siempre acechante y terrible enfermedad.
En los pueblos de antaño, esto anterior siempre se hacía; que sacar las sillas a la puerta de la calle, al sol del invierno o a la sombra del verano (esto más bien de noche) era costumbre en sus callejas de barrio. Se sigue practicando en zonas rurales, principalmente. Que además de económica es ecológica y social. Práctica concreta del intercambio, para bien y para mal, del chisme y del rumor, de lo bueno y de lo malo; pero un mundo de mesa camilla, de gradas de iglesia, de bancos de parque; mundo reducido a virtudes y miserias sencillas pero reales, compartidas y convividas: intercambiables.
Sí, de acuerdo; a veces se idealiza demasiado al que vive a trasmano de cualquier renovación, que es duro de vivir y de llevar, pero no carece de sentido y virtudes que nosotros, que creemos saberlo todo, las hemos olvidado o ya no sabemos disfrutarlas. Aquella tarde fría de febrero, los ancianos de Garganta de la Hoya dormitaban al sol del almendro, en las gradas de su iglesia… ¡Y maldita la falta que les hacía que llegásemos nosotros!