“Barcos de papel” – Capítulo 12 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- El monitor de esquí.

Cómo cuesta dormir cuando sabes que vendrán a buscarte de madrugada. Terminé de preparar el equipaje y le dejé una nota a “El Colilla” diciendo que le llamaría desde el hotel cuando llegara. Repasé bien todo lo que necesitaba y lo metí en la maleta, excepto las botas de esquí que las puse al lado, para llevarlas en la mano. Me aseguré que tampoco olvidaba la lista de asistentes al cursillo y la guardé en el bolsillo de la chaqueta del traje. Más de media hora llevaba esperando y mirando por la ventana con la maleta a punto, cuando un coche se detuvo ante la puerta de la pensión. Bajó el chófer del automóvil y se quedó esperando en la acera.

—¡Bajo enseguida! —le dije sacando la cabeza por la ventana—.

Me puse el impermeable y la bufanda, y bajé la escalera procurando no hacer ruido, aunque no pude evitar que los cantos metálicos rozaran la pared en varias ocasiones. A pesar del frío que hacía, el chófer me esperaba de pie, junto al automóvil.

—El monitor. ¿Verdad?

—Sí, señor.

—¿No lleva usted equipo? —preguntó, mirándome de arriba abajo—.

—Lo llevo en la maleta. Pero, si se refiere a los esquíes, utilizaré unos de la Escuela.

—Siendo así… —y mirando con socarronería mi maleta de madera, comentó con sorna— de éstas ya quedan pocas, una especie en extinción, como el lince ibérico y el topillo de Cabrera.

No me gustó el comentario sobre una maleta a la que yo tenía mucho cariño; y le dije con cierto retintín, para mantener las distancias desde el primer momento.

—Le agradecería mucho que respetara mis objetos personales.

—Usted dispense, monitor. Lo decía porque yo guardo un ejemplar con idéntica estampa: reliquias de la mili y recuerdos de épocas pasadas. ¿Verdad, monitor?

Me hice el distraído para no contestar. Bajó la cabeza, cogió las botas y la maleta, las puso en el portaequipajes y me indicó que me sentara en el asiento delantero. Detrás, un chico de unos diez años dormía plácidamente embutido en un saco de color rojo. Era un muchacho enclenque y delgaducho, con un llamativo aparato de ortodoncia, que tenía aspecto de niño mimado y cara de poco inteligente. Abrió los ojos por un momento; se dio la vuelta y siguió durmiendo. A los pocos minutos, perdíamos de vista Barcelona.

El chófer seguía atento a la carretera, sin articular palabra; el niño se despertaba de vez en cuando; volvía a coger el sueño y yo soñaba con las apasionantes aventuras que me esperaban. ¿Quién sabe si esta podía ser mi oportunidad? El confort de un buen coche se aprecia mucho más cuando nunca se ha tenido coche ni dinero.

Empezábamos a ver las luces de la ciudad de Vic, cuando se puso a nevar de firme. El coche avanzaba muy despacio y la visibilidad era cada vez peor. Al llegar a Ripoll, el chófer avisó al muchacho para que empezara a prepararse. Se llamaba Luis, era hijo del presidente de Valltextil, e iba muy arregladito y bien peinado; como esos niños con cara de buenos y estudiosos que salían en los libros de urbanidad. Vestía un traje de esquí de color azul claro, con un gran escudo en el pecho y unas botas negras con mucho pelo que le llegaban casi a la rodilla.

Llegamos a Ribas de Freser hacia las ocho de la mañana. En la estación, esperaba un numeroso grupo de padres y madres con niños y niñas ‑entre diez y quince años‑, muy bien equipados con anoraks, pantalones de esquí, pasamontañas, y botas como corderillos, que entonces se llamaban “descansos” y en la actualidad “après-sky”.

Luis fue al encuentro de sus compañeros y el chófer le siguió con la mochila, los bastones y los esquíes. Yo me puse el impermeable y la bufanda, comprobé que llevaba la lista de los asistentes en el bolsillo de la chaqueta del traje, y con la maleta en una mano y las botas en la otra, me fui en dirección al grupo que esperaba en el andén. Al llegar, con uno de los cantos de la maleta, golpeé sin querer la rodilla de una señora. Debía de ser muy importante, porque iba envuelta en un abrigo de lomos de visón y, al acusar el golpe, saltó como un puma:

¡Quin home més ximple! ¿Com es pot anar pel mon amb una maleta així? ¿Oi que me entiende?

—Discúlpeme, señora. Cada uno tiene la maleta que tiene. Usted perdone.

Me miró con cara de pocos amigos y me dio la espalda. Los muchachos reían y hacían comentarios en catalán, que yo aún no comprendía. Me tapé las orejas con la bufanda, noté que los pies se me empezaban a congelar, saqué la lista del bolsillo de la chaqueta y, dando saltitos sobre la nieve, dije en voz alta que yo era el Delegado Federativo que estaban esperando. Al escucharme, todos se pusieron a reír a carcajadas. ¡Lo que faltaba!

Empecé a pasar lista, pronuncié los primeros nombres y volvieron las risas. Como entonces no conocía el idioma catalán, algunos apellidos los pronunciaba como se me ocurría. Por ejemplo, si el apellido era Coll yo decía Col y no Coil, como se pronuncia en catalán. A otros los asimilaba al francés. Por ejemplo, a Mateu Deulofeu le llamé Maté Delofé; y a Enric Arnau, Angí Agnó. Aquello era demasiado. El griterío era general y las carcajadas incontenibles. Nadie me hacía caso. Ni los padres de los chicos podían aguantarse la risa. Pedía silencio, pero cuanto más serio me ponía yo, mayores eran sus carcajadas. No paraba de nevar. El viento azotaba el andén levantando remolinos en los recovecos de la estación, y yo tenía los zapatos empapados, los calcetines de nailon chorreando y el impermeable azul marino con dos dedos de nieve. Angustiado, al ver el lío en que me había metido, hubo un momento en que pensé coger el tren y regresar a Barcelona.

 

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