Los fusilamientos del 3 de mayo

(Francisco de Goya)

Por Juan Antonio Fernández Arévalo.

Por no remontarnos más atrás, que nos llevaría a la digresión, podríamos tomar como punto de partida de la Guerra de la Independencia (1808-14) el tratado de Fontainebleau (octubre de 1807), por el que se autorizaba el paso por el territorio español a las tropas francesas, destinadas formalmente a la ocupación de Portugal y la consiguiente ejecución de un plan de “bloqueo continental” sobre Gran Bretaña, la gran enemiga de Napoleón Bonaparte.

Esta concesión, sin embargo, devino en la ocupación del territorio hispano, con las consecuencias (ya conocidas) que toda invasión lleva consigo. Los ánimos populares fueron caldeándose poco a poco debido a la violencia, los abusos y la prepotencia del ejército invasor. El motín de Aranjuez, con la huida del valido Manuel Godoy, y el traslado de la familia real a Bayona[1], por orden del emperador, desencadenaron finalmente una reacción o insurrección popular[2] fulgurante, especialmente en Madrid, contra el ejército francés, que puede tomarse como el principio de la llamada (no sé si adecuadamente) Guerra de la Independencia. No fue, pues, un levantamiento organizado, ni siquiera apoyado por el ejército español, del que tan solo unas pequeñas guarniciones de la capital, dirigidas por oficiales de baja graduación (capitanes Daoíz y Velarde y teniente Ruiz, los más destacados), se unieron a la explosión popular que degeneró en una violencia incontenible que Arturo Pérez Reverte escribió tan bien en su artículo: “Una intifada de navaja y macetazo”[3].

 

La carga de los mamelucos

El cuadro que comentamos recibe otros dos nombres: “Los fusilamientos de la Moncloa” y “Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío”; pero este cuadro no existiría sin el que representa la explosión popular del 2 de mayo en Madrid, que Goya también pintó, conocido como “La carga de los mamelucos”[4]. La ciega violencia de las masas populares contra el invasor, en el que Goya destaca a los mercenarios de origen turco‑egipcio conocidos como mamelucos, tuvo como consecuencia la violencia francesa contra los culpables de la masacre popular. «Francia clama venganza», había sentenciado Murat, y lo cumplió fusilando a todo aquel que pareciera culpable. La feroz represión terminó la fatídica secuencia acción‑reacción, que fue el chispazo que dio comienzo a la guerra.

Dos cuadros inseparables ‑e insuperables‑ que forman parte de un momento de indignación, de cólera y, sobre todo, de violencia brutal que Goya condena y denuncia a través de estas dos obras maestras.

 

Los fusilamientos del 3 de mayo.

El segundo cuadro, que es el que analizaremos, se pintó en 1814, seis años más tarde de que ocurriesen los hechos, cuando la guerra ya había terminado. Que Goya hubiese estado presente esa noche en el lugar de los fusilamientos es algo todavía discutido academicamente, aunque no es inverosímil que asistiese, dada la proximidad de su domicilio al lugar de los hechos. Allí tomaría apuntes y bocetos que le servirían de referencia años más tarde. Pero, en todo caso, su presencia no añade elementos importantes a la tragedia que pinta. En un hecho de esta naturaleza, de tal impacto emocional, los detalles se conservan con una nitidez que no necesitan apoyo gráfico. Sea como fuere, esos momentos serían especialmente terribles para un afrancesado como Goya (aunque haya quienes nieguen esa condición a Goya y poco menos que le traten como poco dotado intelectualmente, que era, según el filósofo, conditio sine qua non para el afrancesamiento: Ortega dixit)[5]. Tener que denunciar al mundo la brutal barbarie de un ejército, que teóricamente debería defender la libertad, ocasionaría un trastorno psicológico a nuestro pintor, de igual o superior magnitud que la propia violencia de las masas anónimas madrileñas un día antes.

La eliminación de los rostros de los soldados franceses designados para proceder al fusilamiento nos concentra en un mensaje de denuncia de la violencia ciega: «Una máquina de matar», de la que nos habla Valeriano Bozal. No le interesa a Goya quién ejerza la violencia, sino el propio fenómeno de la violencia, que genera las guerras. Por eso, grabó también su serie “Los desastres de la guerra”, que se coloca en la misma línea de posicionamiento contra la violencia, venga de donde venga.

Como he dicho tantas veces, el lienzo no puede encuadrarse en un único movimiento artístico, porque en él podemos descubrir elementos románticos, realistas‑naturalistas, impresionistas, expresionistas, sin que la unidad del cuadro se resienta en absoluto. El caos de los fusilamientos no genera caos en la representación de Goya. Es para muchos su gran maestra, la mejor, la más completa[6].

Existe, efectivamente, un simbolismo romántico en el farol que ilumina la noche fúnebre, dándole un mayor dramatismo a la escena y también en la épica exaltación del héroe que, en este caso, a diferencia de otros, es el perdedor, que representa a todo el pueblo de Madrid, que es represaliado por las tropas francesas. Algunos han comparado al personaje principal, el hombre de la camisa blanca y los pantalones amarillos, que abre sus brazos (a mi parecer, en una actitud desafiante) con un Cristo redivivo, un eccehomo que vuelve a dar la vida, en esta ocasión por sus ideas patrióticas[7]. El resto de los personajes adopta diferentes actitudes: un fraile que reza, otro que muestra pavor, otro que se tapa los ojos y alguno más que cierra los puños, mientras una fila de presos esperan su turno para ser fusilados. En el suelo, en significativo escorzo, un hombre ya batido vierte su sangre, que se esparce delante de los soldados. Una escena claramente expresionista, como la del propio personaje central que lanza con sus brazos un grito similar al de Edvard Munch (El grito).

Y todo ello con una técnica claramente impresionista, de pincel, espátula y dedos formando manchas de color; con pinceladas “furiosas”, aunque precisas, sin excesivo cuidado de las formas, desentendiéndose del dibujo. ¿Qué lejos queda ya ese comienzo neoclásico de nuestro pintor? Decididamente, el cuadro alcanza la modernidad.

Por su parte, la luz nos ofrece un claro contraste lumínico: una luz artificial, que se desprende del farol y es absorbida por la blanca camisa y el amarillo de los pantalones, ilumina el centro del cuadro donde se representa la auténtica épica, mientras el resto de la escena se va sumiendo en la penumbra, facilitando el anonimato de unos personajes secundarios.

Salvo el personaje central ‑el héroe que representa a todos, con esos colores claros y llamativos‑, para el resto, Goya utiliza ocres, marrones, grises y negros, una gama oscura que aumenta el dramatismo del momento. Y el rojo de la sangre del ya fusilado no es el rojo de la pasión, sino la consecuencia de la violencia ciega de la guerra.

Se ha dicho que “Los fusilamientos del 3 de mayo” son el anticipo de otras dos obras importantes: “El fusilamiento del emperador Maximiliano en México”, de Manet, y “La masacre de Corea”, de Picasso; pero a mí me parece que este realismo‑romanticismo‑expresionismo que nos regala Goya es mucho más contundente y expresivo en la denuncia contra la guerra y el terror que genera. Yo encuentro otra similitud; ésta, más serena, menos tormentosa: “El fusilamiento del general Torrijos y sus compañeros”, de Antonio Gisbert (afortunadamente, ya en el museo del Prado)[8].

Quiero terminar el comentario con dos párrafos del historiador y crítico de Arte, Francisco Calvo Serraller. Para este autor, «el cuadro de “Los fusilamientos” de Goya ha trascendido el acotado campo de lo que se considera en sí una obra maestra pictórica, para convertirse en un símbolo general de las ideas y los valores que configuran nuestro mundo contemporáneo» (aunque, digo yo, no sea este momento el más propicio en la exaltación de la paz y la concordia).

Y el siguiente párrafo, con el que cualquiera, por pequeña que sea su sensibilidad, ha de estar de acuerdo: «Goya no demuestra, como transcriptor de la tragedia, simples ínfulas de retórica patriotera, sino una capacidad genial para adentrarse en el fondo del horror y la violencia»[9]. Nada más se puede añadir.

Cartagena, 10 de diciembre de 2014.

jafarevalo@gmail.com

 



[1] «Que se nos lo llevan», gritaba el pueblo, arremolinado junto al palacio, ante la salida del pequeño infante Francisco de Paula.

[2] Insurrección popular es el término adecuado, ya que «las élites intelectuales, eclesiásticas, burocráticas y militares del país se habían alineado mayoritariamente con José Bonaparte…» (J. Álvarez Junco: “Las deformaciones de la memoria”. El País, 7 de diciembre de 2014, pág 39). Sigue diciendo A. Junco que sin la retirada de la mayor parte del ejército de Napoleón para la campaña de Rusia y sin la participación del ejército británico dirigido por Wellington, y no de los generales españoles, hubiera sido imposible la victoria sobre el ejército francés. Añado yo, que otro «gallo nos habría cantado» de haberse consolidado la monarquía de José Bonaparte y no la del felón Fernando VII; pero esto es ya historia ficción.

[3] A. Pérez Reverte: Diario El País, 20 abril, 2008 (págs. 42 y 43). El autor cartagenero utiliza en este artículo una expresión actual, «intifada», recogida del conflicto palestino‑israelí, para describir formas de la violencia popular de la época en la que, en vez de piedras, se utilizaban navajas, trabucos, macetas, aceite hirviendo…, base de su novela: Tres días de cólera.

[4] Erika Bornay, acertadamente, une mentalmente los dos cuadros en una especie de díptico en el que uno, “Los fusilamientos”, es continuación y consecuencia del anterior, “La carga de los mamelucos”.

[5] Algo exagerado nos parece el filósofo de cabecera, que tantos y tantos citan, como si la obra de Ortega diera para tanto mea culpa. Y me quedo ahí para no ser “excomulgado” por hereje.

[6] Aunque yo, personalmente, compartiría esos honores con “La familia de Carlos IV”.

[7] Para Rose Marie y Rainer Hagen, «Goya no pinta un cuadro realista, sino un lienzo de carácter religioso; canoniza al pueblo que se libera del tirano, creando así un nuevo icono nacional de la resistencia española», en Goya. Ed. Taschen, 2007. Sin embargo, en el párrafo siguiente, se contradicen al decir que Goya pinta este cuadro para granjearse la confianza del nuevo tirano, Fernando VII. ¿En qué quedamos?

[8] Un general que combatió el absolutismo y dio su vida por las ideas liberales (diciembre de 1831). El cuadro fue pintado por Gisbert en 1888.

[9] F. Calvo Serraller: “El espejo del tiempo” (La Historia y el Arte de España), pág 251. Edit. Santillana. Madrid, 2009.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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