Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- La entrevista en Miramar.
Casi se me olvida contar cómo conseguí que me recibiera la secretaria del señor Castro en los Estudios de Televisión. Bueno, en realidad el mérito no fue mío, sino de “El Colilla” que, aunque no lo aparentaba, a medida que pasaba el tiempo y veía que continuaba sin empleo, se empezaba a preocupar. Era una tarde de finales de septiembre. Estoy seguro porque en estas fechas se celebran en Valprados las fiestas de san Miguel, santo patrón de la ciudad, y recordaba lo bien que había pasado el último curso, con Paco Cervera y los otros compañeros del grupo. El hecho es que una de aquellas tardes, en las que yo las pasaba moradas, solo en mi cuarto, porque no conseguía un empleo medianamente digno, aparece en mi habitación “El Colilla” y, con su habitual delicadeza, me pregunta:
—“Mosquito”, ¿cuándo tendremos la alegría de verte brillar en televisión?
Yo le había explicado que la secretaria de Castro siempre me ponía alguna excusa para no recibirme; y posiblemente, sin decirlo, había estado buscando una solución al problema. De sobras sabía que me molestaba mucho la forma de preguntar que utilizaba para iniciar las conversaciones y antes de que lo mandara a paseo, me pidió calma con las dos manos y volvió a hacerme otra pregunta.
—A ver, “Mosquito”, ¿qué interés puede tener Juan José Castro en hablar contigo? No; no pongas mala cara ni me respondas que te lo voy a decir yo: ninguno. ¿De acuerdo? Por lo tanto, si antes de llamar de nuevo no inventas una historia, creíble e interesante, olvídate del asunto.
—¿Una historia? ¡Qué historia? No sé qué quieres decir.
—Parece mentira, todo lo tengo que hacer yo. “Mosquito” —dijo de forma en apariencia autoritaria—, ¡sígueme!
—¿Adónde?
—A concertar la entrevista. ¿No dices que no consigues que te reciba? Pues ahora verás cómo se hace. Y no te preocupes; iré contigo.
—Eso sí que no.
—¡Hombre! ¿Por qué no?
—Te lo agradezco, pero no hace falta. El que busca trabajo soy yo.
—“Mosquito”, me lo estás poniendo difícil y así va a ser muy problemático ayudarte. ¿Crees que haría, por cualquiera, una cosa así? Reconoce que fallas en algo y hay que saber qué es. Por ejemplo, cuando llamas por teléfono, ¿te pregunta la secretaria, que de parte de quién?
—¡Pues claro!
—Y tú… ¿qué le respondes?
—Que de Alberto Ruiz.
—¡Grave error!
—¿Por qué?
—A ver si lo entiendes. ¿Quién es Alberto Ruiz? ¿El Gobernador Civil? No. ¿El presidente de la Caixa? Tampoco. Alberto Ruiz eres tú; o sea, nadie. Es decir, un desgraciado.
—Hombre, tampoco es eso. Uno tiene su orgullo y, que yo sepa, a pesar de que me engañaste con el trabajo del laboratorio, nunca te he faltado al respeto.
—No me seas susceptible, que no pienso cobrarte las lecciones. Castro es un hombre ocupado, que no puede perder tiempo con un don nadie y, por eso, no te recibe.
—Y qué tengo que hacer. ¿Esperar a que me nombren Consejero de Iberia?
—No te alteres, que te van a salir arrugas en la cara y perderás tu natural atractivo. Tienes que buscar un cebo, ponerle el anzuelo y esperar a que pique. Te lo explicaré con más claridad. Castro —continuó “El Colilla”— es el jefe de la sección de deportes de Miramar. ¿Verdad? Pues háblale de alguna cosa que le pueda interesar. Por ejemplo: le dices que Balastegui juega en el Español, que le aguarda un futuro portentoso, y que, en un par de años, será un mito bajo los palos, como Ricardo Zamora. Échale imaginación al asunto y ponle un nombre deportivo que impresione. ¿Qué te parece El jaguar de Sarriá? ¿Verdad que suena bien?
Con medias palabras y sobreentendidos, me explicó la táctica que seguir. Yo le escuchaba con mucha atención, pero sin fe ninguna en el sistema.
—Es que a mí las mentiras me las notan en la cara.
—“Mosquito”, no lo tomes como un ultimátum, pero si te aculas en tablas se acaban los toros. Tú no quieres mentir. Muy bien. ¿Te he dicho yo que mientas? No, señor. Sólo te digo que le eches imaginación. ¿Quién te asegura que el día de mañana Balastegui no llegue a ser portero de la selección? ¿Eh? Cosas peores se han visto y se verán. Tú déjame que te acompañe y no te preocupes. Lo peor que puede pasar es que nos echen a la calle por fantasmas. Pero que nos entrevistamos con Castro, eso te lo garantizo.
—¿Y el filtro de la secretaria?
—Eso es lo más sencillo. Vamos al pasillo y déjame llamar.
Aunque parezca increíble, concertó la visita para las diez de la mañana del día siguiente. Estaba empeñado en acompañarme; pero, como no lo consentí, estuvo más de una hora preguntándome hasta los más mínimos detalles de aquella historiatan chapucera que se había inventado.
Aquella misma noche, le pedí a la patrona que volviera a plancharme el traje para la entrevista y, al día siguiente, salí a la calle hecho un mar de dudas. El traje tenía algunas manchas y los zapatos estaban para el arrastre, pero ‑en eso “El Colilla” tenía razón‑ lo importante era el contacto, la comunicación. Cogí el 57, bajé en la plaza de España, compré un paquete de Rex con filtro ‑para no fumar Celtas, en la visita‑ y, a las diez menos cuarto, estaba delante del edificio de los Estudios Miramar. El día estaba gris, el mar plomizo y soplaba un desapacible vientecillo. Llegué a la puerta, le dije al portero que estaba citado con el señor Castro y me acompañó al despacho de su secretaria, en la segunda planta. Llamó con los nudillos, abrió la puerta y asomó la cabeza, sin entrar. En un tono, que me pareció excesivo, dijo en voz baja.
—Señorita Nuria, ¿se puede?
Nuria le miró y siguió hablando por teléfono como si tal cosa.
—¿Cómo que para qué? Las fiestas, que yo sepa, son para ver si cae algo. ¿No? A escote, como siempre. Te parecería mejor por el morro, ¿no, guapo? Pues ya sabes por qué lo digo; lo digo, porque te conozco. Tú mucho romanticismo y mucho amor platónico; pero la cuestión es no pagar.
En vista de que la secretaria nos ignoraba, el ordenanza volvió a insistir.
—¿Se puede?
Nuria no era Angelina Jolie; pero, detrás de la mesa, con el teléfono en la mano y aquel aire de alta ejecutiva, tenía su gancho. Era menuda, delgada, nerviosa, morena, mandona y vivaracha. Cuando hablaba, movía las manos constantemente.
—¡Vale, vale! Manolo. ¿Se quema algo? Pues espérese, coño. ¿No ve que estoy hablando?
El ordenanza bajó la cabeza y Nuria despidió a su interlocutor.
—Perdona, te llamo luego; ahora tengo una visita —miró al ordenanza de mal humor, y colgó el teléfono—.