4.- El último tango en París
Al día siguiente, la pensión tenía el aspecto tristón de los fines de semana. No quedaba nadie. Por la mañana, compré La Vanguardia y subrayé un anuncio en la sección de enseñanza: un prestigioso centro educativo necesitaba un profesor joven para impartir clases de francés. Pensé que podría ir y probar suerte; nunca estaba de más. En vez de escribir o telefonear, sería mejor presentarme y que me vieran. Yo había sido uno de esos niños que le caen bien a todo el mundo, y creía que, si miraba a los ojos de mi interlocutor, tenía muchas posibilidades de convencerlo. Por la tarde, me quedé en la habitación. Recordé con nostalgia la música del tocadiscos de Olga, el ruido de la ducha y el golpeo de sus tacones, cuando caminaba por la habitación. Aquel aburrimiento era insoportable. No aguanté más, me puse los vaqueros, me cambié de camisa y me decidí a ir al bar de Saturnino a ver si “El Colilla” había llegado. El bar estaba lleno. Faltaban dos semanas para que diera comienzo el Campeonato Nacional de Liga y los aficionados charlaban de fútbol y jugaban al dominó. Como siempre, encontré a “El Colilla” rodeado de incondicionales, que le escuchaban embelesados. Era increíble la cantidad de gente que lo conocía.