1.- Los barcos de papel.
Llevaba casi dos meses en Barcelona; el poco dinero que había traído estaba a punto de terminarse y, por si fuera poco, seguía sin trabajo. Me sentía como esos barcos de papel, con los que jugábamos de niños las tardes de tormenta. Se oscurecía el cielo, soplaba un ingrato vientecillo, las ramas de los chopos tiritaban y el cielo se rompía en relámpagos y truenos para regar las tierras resecas y sedientas. Sólo se oía el rumor del viento y el temeroso canto de los pajarillos. Echábamos los barcos a un regato y los veíamos seguir el curso de la corriente, alegres y confiados, navegando sin rumbo hacia el desastre. Alguna vez se detenían agarrotados por el miedo, como si buscaran recelosos la paz del remanso o el amparo de una junquera. Me entristecía su obediencia doliente y silenciosa al empuje del agua y del viento. No podían vencer la fuerza del riachuelo, ni volverse hacia atrás, ni atreverse a saltar hasta la orilla. Un ramalazo de viento los volcaba de forma inapelable. Rotos y abatidos, se despeñaban por el barranco y desaparecían en el fondo de una charca o un barrizal.