“Barcos de papel” – Capítulo 05 d

4.- El último tango en París

Al día siguiente, la pensión tenía el aspecto tristón de los fines de semana. No quedaba nadie. Por la mañana, compré La Vanguardia y subrayé un anuncio en la sección de enseñanza: un prestigioso centro educativo necesitaba un profesor joven para impartir clases de francés. Pensé que podría ir y probar suerte; nunca estaba de más. En vez de escribir o telefonear, sería mejor presentarme y que me vieran. Yo había sido uno de esos niños que le caen bien a todo el mundo, y creía que, si miraba a los ojos de mi interlocutor, tenía muchas posibilidades de convencerlo. Por la tarde, me quedé en la habitación. Recordé con nostalgia la música del tocadiscos de Olga, el ruido de la ducha y el golpeo de sus tacones, cuando caminaba por la habitación. Aquel aburrimiento era insoportable. No aguanté más, me puse los vaqueros, me cambié de camisa y me decidí a ir al bar de Saturnino a ver si “El Colilla” había llegado. El bar estaba lleno. Faltaban dos semanas para que diera comienzo el Campeonato Nacional de Liga y los aficionados charlaban de fútbol y jugaban al dominó. Como siempre, encontré a “El Colilla” rodeado de incondicionales, que le escuchaban embelesados. Era increíble la cantidad de gente que lo conocía.

—No vuelvo al extranjero —le oí decir, casi desde la puerta—. ¡Hay que ver la manía que nos tienen los franceses! Estábamos en la cola del cine y los que pasaban por la acera nos miraban con cara de asco, los muy estúpidos. ¡Serán fantasmas! Con lo bien que tratamos a los turistas en España. Y la película… ¡Una gilipollez! No se lo contéis a nadie, pero la escena de la mantequilla no hay por dónde cogerla. ¡Qué bochorno! Diez horas de autocar para ver la película más aburrida de mi vida.

—Emilio, no disimules; algo bueno habrá tenido el viaje —dijo Salvador Rivas, para sonsacarle—.

—¿Bueno? Salva, no me jodas. Antes de salir, todos estábamos tan contentos, tirando de carajillo a las ocho de la mañana, y el chófer llamándonos a voces en la puerta del bar: «¡Excursión a Lourdes! ¡Excursión a Lourdes! ¡Vamos señores que se hace tarde!». Luego, en el autobús, todos fumando. ¡Un pestazo a porro…! El hotel, además de cutre, era muy caro. De lo primero que nos informaban era en dónde estaban los cines y las casas de putas. Eso sí: mucho s’il vous plait y dale que te pego con el oui monsieur y el merci beaucoup, monsieur.

—Pero la película… —insistió Salvador—.

—Qué quieres que te diga; me esperaba otra cosa. ¿Habéis visto Capri?

—Hace tiempo —respondió Paco Novellas—.

—¡Aquello sí que era cine de verdad! ¿Os acordáis cuando Sofía Loren cantaba Tu vuò fà l’americano, con aquel par de tetas que parecía que te iban a embestir? Estuve dos meses que no paraba. No salía del confesonario. «¿Ya estás aquí otra vez?» —me decía aquel santo—. Sí padre, aquí me tiene —le contestaba yo—. «¿Pero estás arrepentido?». Hombre, arrepentido sí; pero, cuando me acuerdo, me vuelven las ganas de pecar otra vez. «Ten cuidado, hijo mío, te vas a quitar la vida».

A Pepe le entró la risa floja y no paró de toser hasta que Saturnino le trajo un poco de pan, a ver si con la miga se le pasaba. “El Colilla” tenía una increíble facilidad para meterse a la gente en el bolsillo. Me recordaba los días del colegio, cuando contaba sus fantasías rodeado de sus incondicionales, especialmente de Olivares.

—Saturnino, trae una cerveza para mi amigo Alberto —dijo, aprovechando la llegada de Saturnino, y continuó con el relato—. Íbamos en manada por la calle y, al pasar por un quiosco, cuando alguien veía una revista con una tía desnuda, ya estaba llamando a voces a los demás. O sea, dando la nota… por lo fino. La gente nos miraba como si fuéramos extraterrestres. Imaginad: todos, alrededor del quiosco, esperando que nos sacaran revistas de tías en pelota, de debajo del mostrador… No se nos puede sacar de España. Yo no sabía qué hacer para que no me tomaran por un salido como ellos. Pero los tíos, pasando olímpicamente y entrando en pormenores, sin preocuparse de la gente que pasaba por la calle. «¿Has visto qué culo? ¿Y las tetas? Y la rubia ¿Te has fijado en la rubia? ¡Viva la libertad!», decían los insensatos. ¡Qué vergüenza!

Yo me reía, reconociendo que la escena tenía su gracia; pero a Luis, el del colmado, que estaba a mi derecha, parecía que le iba a dar un ataque.

—Lo que no os vais a creer —continuó “El Colilla”— es lo que pasó a la hora de salir. Estábamos en el autocar, dispuestos para la marcha, cuando se presentó el dueño del hotel con un cabreo de aquí te espero. Le habían desaparecido cuatro juegos de toallas y, chapurreando un español lamentable, nos amenazaba con llamar a los gendarmes para que registraran nuestros equipajes.

—¿Y los llamó? —preguntó Saturnino, que, al ver el corrillo tan animado, se sentó con nosotros, interesado en conocer el final de la historia—.

—No hizo falta. Las habían birlado dos cuñados de Esplugas. Ellos decíanque era una broma y que se las llevaban de recuerdo. O sea, como un souvenir. Lo digo de verdad: si alguien quiere comprobar el grado de incultura de nuestros compatriotas, que viaje a Lourdes. Pero yo no se lo aconsejo ni a mi mejor amigo.

 

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