3.-El novio de Olga
A la mañana siguiente, me despertó el teléfono. Esperé a ver si alguien lo cogía, pero recordé que “El Colilla” estaba en Perpiñán y no tuve más remedio que levantarme y salir al pasillo, a contestar. Era una voz de hombre que preguntaba por Olga. Ella debía de esperar la llamada, porque la vi acercarse caminando deprisa. Le entregué el auricular, volví a mi habitación y dejé la puerta entreabierta. No la vi tan alegre como otras veces; tenía el pelo desordenado y aspecto de haber dormido mal; es más, me pareció preocupada. Llevaba un pantalón de pijama muy corto, claro y con florecillas en tonos violáceos, y una breve camiseta de tirantes. Tomó el teléfono y tuve la impresión de que se vino abajo. Estaba claro que sabía quién la llamaba.
—Hola —dijo, con cierta preocupación—.
Luego permaneció un buen rato en silencio, aunque de vez en cuando intentaba replicar con alguna frase. Suspiraba como una niña a la que se reprende sin permitirle dar una explicación.
—No digas eso…
Pero no podía concluir: daba la sensación de que no la dejaba terminar.
—Luis, escúchame, por favor —consiguió decir entre sollozos—.
Estaba descalza, con un pie apoyado sobre el otro y cambiando de postura a cada instante. No era agradable verla en aquel estado: con un hombro apoyado en la pared, el teléfono en una mano y limpiándose las lágrimas con la otra. De cuando en cuando, se mordía los labios, cerraba los ojos y replicaba:
—¡No digas eso! ¡No es verdad!
Se quedó un momento pensativa, colgó el teléfono y yo salí al pasillo.
—¿Qué te pasa?
—Lo has oído. ¿Verdad que sí?
Su tono de voz encerraba una tristeza conmovedora. Le contesté con un movimiento afirmativo de cabeza, como si me disculpara.
—¿Es algo grave? Puedes contarme lo que sea.
Hasta entonces, habíamos coincidido alguna vez en el pasillo; me había cruzado con ella por la escalera y nuestra relación se limitaba a “hola” y “adiós”.
—Era el tío con el que salgo —dijo entre sollozos—. Soy una perfecta estúpida.
—Olga, no digas eso. Tú no eres una estúpida. Anda, vamos a mi cuarto.
Se puso en la cama, de rodillas, sentada sobre los talones sin dejar de lloriquear. Cogí un pañuelo de la mesita y se lo puse en la mano para que se secara las lágrimas. Tenía un cuerpo muy hermoso: los pechos, ni grandes ni pequeños, se intuían bajo la camiseta; y su voz, alegre en ocasiones, en otras era muy emotiva. Aquella chica tenía algo misterioso y adorable. Quizás fuera la palidez extrema de su cuerpo, o sus delgadas piernas, o su mirada infantil, o su voz suave y halagadora. Hubiera querido coger su cara entre mis manos, acariciar su melena y llenar de besos aquellos hermosos ojos enrojecidos por las lágrimas; pero me contuve. Mejor dicho: me faltó valor. Ahora pienso que a ella le hubiera gustado que lo hiciera; pero, en la vida, hay momentos que nunca se vuelven a repetir. Esos limpios destellos que deslumbraron nuestra juventud tienen un tiempo breve, mueren con cada desengaño y se acaban marchando para siempre. Algo más sosegada, se fijó en Juguetes del viento y me preguntó.
—¿Te gustan los libros? ¿Eres un sabihondo?
—Sí que me gustan; especialmente, este. Pero no; no soy ningún sabelotodo.
Aquel tono de voz ingenuo y candoroso me hacía sentir en otro mundo. Pensé que le sería de gran alivio hablar con alguien y le pregunté.
—¿Y tú qué haces? ¿Te gusta la lectura?
—No, yo no leo mucho; nunca he tenido gran interés por la lectura. Me gusta más la música.
—Es lástima; los libros son unos compañeros que nunca te abandonan. Yo no podría vivir sin la lectura; sería como vivir en un mundo sin luz. Los libros nos consuelan y alivian la desesperación. Pero la música es la expresión misma de los sueños.
—¡Qué bonito es eso! ¿Es tuya la frase?
—No; la dijo un profesor de la Sorbona, amante de los libros. ¿Tienes muchos discos? ¿Por qué siempre pones la banda musical de El Graduado?
—Tengo más; pero cuando alguno me gusta, no me canso de oírlo. Hasta hace poco, sólo escuchaba a Edith Piaf.
Después de tantos años de represión, de tantas misas y tantas confesiones, era la primera vez que estaba a solas, en la cama, con una muchacha. Y aquí viene lo más extraño: como si adivinara mis pensamientos, me miró a los ojos y me dijo.
—Alberto, tú y yo podemos ser buenos amigos: no hagas caso de lo que he dicho antes. En realidad, Luis es un tío increíble; es inteligente, y puede ser muy cariñoso. Me gustaría que le conocieras. Al principio, yo no quería salir con él; pero me hizo tantos regalos y promesas, que me he acostumbrado a él y ahora no puedo dejarlo.
Sonrió por primera vez, miró al reloj y le entraron las prisas de repente.
—Perdona; me gusta mucho estar contigo y me quedaría a charlar un rato más, pero tengo que irme. Te lo juro.
Me hubiera gustado que aquel momento fuera interminable, pero desapareció por el fondo del pasillo, descalza, descalza, con su pantaloncito de pijama y su leve camiseta de tirantes, que dejaba al descubierto el ombligo y la cintura. Fueron unos momentos fascinantes: una agitación cargada de sentimiento, una fuerte sacudida, como si por dentro me llenara de luz y de energía. Aquella mañana tuve una sensación inexplicable, como un presentimiento: aquella chica sería muy importante para mí. Oí sus pisadas en el piso de arriba y el agua de la ducha. Abrí la ventana y la habitación se inundó de luz y de aire nuevo. Hacía un día espléndido y el cielo estaba muy azul.