3.- Olga.
Soy de esas personas a las que el rumor de una conversación, el televisor del vecino, o unas risas en la calle, pueden tenerme en vela toda la noche. Será por mi forma de ser o por los miedos sufridos en la infancia, pero el menor ruido me puede desvelar. A pesar de lo avanzado de la hora, no tenía sueño. Seguía con el traqueteo del tren metido en la cabeza y, cuando empezaba a relajarme con la lectura, el rumor de una agradable música despertó mi atención. Empezaba con un ritmo suave, marcado por unos leves acordes de guitarra, y seguía con una voz cálida y apacible: la voz de Simon y Garfunkel cantando Scarborough fair, de la película El graduado.
Cuando somos jóvenes, pensamos que algunas canciones se han escrito pensando en nosotros; aquella música transmitía una nostalgia que pocas veces había sentido. Me acordé de Marta, mi amor imposible de Valprados; encendí un cigarrillo y miré por la ventana a ver si adivinaba de dónde procedía la música. Es fácil comprender que no me hiciera gracia oírla a aquellas horas; pero estaba tan cansado que apagué la luz, me lo tomé con calma y procuré no alterarme demasiado. Oí pisadas en la habitación de arriba y caí en la cuenta de que sería alguno de los huéspedes, que escuchaba el tocadiscos sin preocuparse del sueño de los demás. Aquel fue uno de mis primeros contratiempos: acostumbrado al silencio del dormitorio del colegio, no me podía dormir. No sé qué hora sería cuando lo conseguí; pero al día siguiente, cuando vino “El Colilla” a despertarme, encontré el libro y el bolígrafo entre las sábanas. Lo encontré tan feliz como siempre.
—“Mosquito”, hoy es domingo y en esta época los domingos son días de playa. Quítate los calzoncillos, toma este bañador y póntelo debajo de los pantalones.
Me vestí, salí medio dormido de la habitación, bajamos a desayunar y, en la puerta del comedor, le pregunté si sabía quién había tenido el tocadiscos en marcha hasta altas horas de la noche.
—¿Quieres darle las gracias? —me contestó con su ironía habitual—.
—No te rías. Estuve oyendo la música de El graduado hasta las cuatro de la mañana.
—¡Anda ya! No seas exagerado —dijo, muerto de risa—.
Me hubiera gustado que, por una vez, se hubiera puesto de mi parte; no me seducía la idea de que hechos como aquel pudieran repetirse y que, por culpa de un irresponsable, tuviera que estar despierto hasta altas horas de la madrugada. Terminamos de desayunar y salimos al recibidor. Yo no buscaba una vida cómoda, pero necesitaba un ambiente tranquilo, para estudiar y descansar. Volví a insistir y noté en la actitud de “El Colilla” una maliciosa satisfacción, que había captado, en él, en otras ocasiones.
—Vale, “Mosquito” —me contestó—. Dile lo que le tengas que decir; mientras, yo subo a coger las toallas y las llaves del coche. Ahí la tienes.
Sentí en la nuca un hormigueo como si alguien me clavara los ojos en el cogote, volví la cabeza y me quedé extasiado. Aparentaba unos diez y siete años, como mucho; era alta, rubia, llevaba la melena recogida con una cinta negra de terciopelo. Tenía los ojos de color azul oscuro, boca grande, labios gruesos, y una apariencia ingenua y confiada. Me quedé mirándola; ella también me miró y me dijo, tras un leve titubeo.
—¿Eres Alberto? Emilio me dijo que vendrías. Yo soy Olga.
—Encantado, señorita.
—¿Señorita? ¡Qué educado! ¿Quieres besarme la mano? —exclamó con una sonora carcajada—. ¿Cuántos años crees que tengo?
Me quedé cortado, sin saber qué responder. Me sucedía con frecuencia, sobre todo cuando dudaba de alguna cosa, por insignificante que fuera. Olga sonrió como si comprendiera mi silencio.
—Perdona la broma, tengo que irme. Espero que nos volvamos a ver.
No supe qué decir. Su tono de voz transmitía una gran serenidad, y en sus ojos se adivinaba una alegría difícil de explicar.
He aprendido, con el paso del tiempo, que algunos de los acontecimientos, que nos parecen providenciales, acaban por perjudicarnos; y, al revés, ciertos sucesos que, al principio, nos resultan molestos e inoportunos, pueden proporcionarnos inolvidables tiempos de felicidad. Alguien ha dicho que, a la mayoría de las personas que resultan decisivas en nuestras vidas, la conocemos por casualidad.
—Toma, “Mosquito”, hoy gozas de tu primer día de libertad —dijo “El Colilla”, entregándome dos toallas de colores muy chillones—. Empiezas a vivir y no puedes perderte ni un minuto. ¿Sabes lo que decía un sabio?
—Si tú no me lo dices…
—Que la vida es muy corta: un poco, un casi, un apenas.
—En el fondo, siempre has tenido algo de filósofo y de poeta.
—Anda, vámonos.