30 prosas de amor, 11

19-07-2012.
Mi madre me tenía como un mochilón, su fiel sonrisa reflejada en mis ojos, con aquella mirada silenciosa, ahora que recuerdo sus carnes de membrillo, y me pongo su abrigo, de pura lana virgen, que pagué con su herencia, dos mil euros, belén y la lectura de san manuel bueno y mártir, bachiller del ochenta, su cara bellamente decorada de china porcelana, la foto de la novia de cera y cascabel.

Y tete vino luego a endulzarnos la paz de aquella almunia, mi padre queda lejos, abril de los setenta, muleta carcomida en los duros rastrojos de la vida, subiendo a “ca” caniles, devorando las uvas entre penas antiguas, a él le debo el brillo de mi libro dorado, mirábamos al cielo de la calle los caños, sufridos pentagramas, la safa en el cerebro de un niño que moría.
Mis padres me enseñaron la altura de lo corto, la cortedad del largo, su herencia en las rodillas de los años del hambre, la negrura se les subía a hombros de los siete chiquillos que cubrieron, a solas y a destajo, me pregunto por qué y cuándo y cómo nos amaron sin miedo y con fatiga.
Ahora, entre los tajos del invierno vendido y camuflado, ahora en los alambres de sus cuerpos de sepia amurallada, ahora os digo «¡Hermanos!, que ellos fueron el puño, el lago, la cosecha del tiempo que vivimos, ellos son ‑¡ay, hermanos!‑ nuestra única deuda, la que nos hace cóndores de aquella postguerra».
Entonces te levantas con tu cuerpo de mimbre y me bailas la copla, gimnástica cintura que tanto he cimbreado en sábanas de mimbres; la luz… siempre tu luz.

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