Yo también fui funcionario

18-07-2012.
Mi querido José María:
Como paso unas horas en mi casa de Cartagena, debido a visitas al médico de turno (las “peplas” se van haciendo más numerosas y constantes) tengo acceso a internet y me permito abusar una vez más de tu paciencia. Me ha parecido muy bien el artículo del catedrático de Derecho constitucional. Yo, modestamente, escribí otro en enero que se parece bastante. Si lo crees oportuno, publícalo. Como siempre con mi afecto y cariño hacia ti, Juan Antonio. 
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Existe entre muchos ciudadanos un prejuicio, cuando no rencor, en contra de los funcionarios que, en mi opinión, no está fundamentado.
Un funcionario, como su nombre indica, es una persona que ejerce una función de servicio útil y necesario a la comunidad. Y ese amplio término comprende profesiones, muchas veces vocacionales, de médicos, enfermeros, profesores, jueces y magistrados, conserjes y bedeles, ingenieros y arquitectos, administrativos, abogados, bomberos y policías, militares y guardias civiles y un largo etcétera que constituyen la columna vertebral donde descansa la administración del Estado, la de las comunidades autónomas y la de las corporaciones locales, y en las que se incluyen la sanidad, la educación, la justicia y la policía, entre otras.
Estos funcionarios, en uso de los derechos que poseen todos los españoles que reúnan unos determinados requisitos, han tenido que realizar uno o varios concursos y oposiciones con el consiguiente esfuerzo en tiempo, estudio y dinero dedicado a su preparación. La plaza o el puesto de trabajo que han conquistado a través de un esfuerzo largo y continuado les ha proporcionado una seguridad laboral, a la que todos los españoles han podido tener acceso, no lo olvidemos, siendo la remuneración corta en la mayoría de los casos si la comparamos con la que perciben otros puestos o cargos de la misma o similar exigencia y responsabilidad.
No entiendo, pues, la animadversión existente contra los funcionarios y no quiero pensar que esté inducida por actitudes, comentarios y declaraciones de políticos irresponsables que quieren desmantelar, por la vía del improperio y la manipulación (recordemos las insultos reiterados de Esperanza Aguirre contra los profesores), cualquier noble profesión que lleve consigo la seguridad en el trabajo.
No he sido nunca corporativista, pero no es justo que, además de ver esquilmadas sus nóminas, paguen con la indignidad y el menosprecio de la ciudadanía profesores que se han dejado la piel en la ardua tarea de la enseñanza y la educación, médicos cuya única dedicación es la de salvar la salud o la vida de sus conciudadanos, conserjes que han facilitado, con escaso sueldo y relevancia, la labor de otros profesionales con una función más notoria. Los ejemplos serían muy numerosos.
Comprendo que, en ocasiones, el ciudadano medio, perciba ineficacia, ineptitud o absentismo injustificado en algunos funcionarios, pero esta percepción, a veces certera, no empaña la labor silenciosa y ejemplar de la mayoría. Exijamos inspecciones que garanticen el buen servicio, pero no hundamos más en el desprestigio a todos los funcionarios por el mero hecho de serlo, pues parecería que esa fobia hacia ellos fuera la expresión de una frustración por no haber alcanzado lo que otros con su esfuerzo y dedicación. Tampoco cuestionemos su número, que es notablemente menor que el de los países más cercanos al nuestro.
En el siglo XIX, los funcionarios ocupaban su puesto de trabajo mientras  gobernaba el partido que los promocionaba. Cuando este partido era sustituido por el otro alternativo dejaba de ser funcionario. La literatura ha reflejado con ironía, y a veces con sarcasmo, la situación de cesante. No creo que lo que queramos sea volver al siglo XIX, al que desgraciadamente estamos volviendo en demasiadas cosas.
                                      Cartagena, 16 de enero de 2012.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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