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11-06-2012.

Había huido cuando creía tener nueve o diez años; nueve o diez, porque en el hospicio nunca supo llevar bien la cuenta de los días. Temeroso. Toda una semana antes de la muerte de la monja había estado viendo en sueños, noche tras noche, a sor Amargura en cueros vivos: sin el parche en el ojo derecho; el hábito enrollado en la cintura como una cobija de arriero; al aire sus piernas sarmentosas, torneadas por venas gruesas y negras como víboras; la cabeza rapada y monda como piedras de río y adornada con una corona de espinas; flagelándose a latigazos el pecho, la espalda y los muslos; de su boca con dientes de tijeras salían latines malolientes.

Mientras él la veía, hacía fuerzas para que los golpes fueran más bravos y recios, las heridas más profundas y los latines más negros, y se vio cómo con sus propias manos apretaba la corona de espinas para que las agujas se le clavaran más hondas en la frente y las sienes y su sangre le cubriera el rostro y se escurriera por el hueco de su ojo vacío. Entre un sueño y otro, entrecortados, entre un dormir y un despertar y otro dormirse, llegó a ver aquel cuerpo ensangrentado pendulear del cuello, colgado del cordón del hábito.

Fue la primera vez que el huérfano Patrocinio Juárez tuvo conciencia de la culpa. Desde aquel día, comenzó a sufrir aquellos dolores de cabeza que lo llevaban al borde de la locura; aquellos alfilerazos en las sienes que, por detrás de las cejas, le alcanzaban los ojos con intención de arrancárselos de cuajo. Cuando aquellos dolores lo agarraban, buscaba el silencio y la oscuridad. Hasta el vuelo de un pájaro, el reptar de un gusano o el paseo de una curiana lo angustiaba. Entre dolores, recordaba cuando sor Amargura le dijo amenazadora:

—En el infierno hay hogueras pequeñas para niños como tú. Arderás en ella para siempre, porque has mamado del pecho de una monja.

Con esa edad, Patrocinio Juárez ya había aprendido a reconocer en el rostro de los demás el miedo y la tristeza, la maldad y la cobardía. Aprendió a reconocer los sonidos secretos; a medir el silencio. Supo escuchar el crujir interior de los árboles en primavera, el temblor de las hojas al desprenderse de las ramas en otoño. Aprendió a que no lo sorprendiera en el camino ningún arrumbado que, al verlo solo, lo confundiera con presa de caza. Por esa razón, el cuchillo fue su fiel compañero y su aliado oportuno.

Empezó alimentándose de moras, verdolagas y raíces. Aprendió a distinguir los huevos de codornices de los de serpientes. No comió carne de animal muerto, si él no lo mataba. Le estremeció descubrir la magnitud del fuego que arrasaba cerros y lomas, y la inclemencia de la lluvia desbordando los cauces, resonando tumultuosa en las barrancas. Se cuidó mucho de los hombres obsequiosos que, con lengua de sierpe de paraíso, le ofrecían, al verle el hambre dibujada en su rostro, una gorda con chicharrones o tiras de cueritos de puerco. Porque bien pronto supo que el meloso pretendía gozar con lengua y manos, yendo más allá de la palabra y de la tela protectora de la carne. Uno le dijo:

—¿Qué, se te hace una tortilla con salsa de guacamoles, chavo?

Y le echó el brazo por el hombro y se retiraron a comer, sin que las moscas acudieran ni revolaran ojos ajenos. Nomás acabar, que fue pronto por el hambre que arrastraba, aquel hombre comenzó el trajín.

De la pequeñez del mundo clausurado del orfanato había pasado a la inmensidad del campo abierto; de la solemnidad de la tristeza, al esplendor de la amplitud sin límites. Era capaz de contemplar aquella inmensidad sin sentir miedo, a pesar de que el mundo era para él un gran desconocido. Había dejado atrás la ternura maternal de su palmima sor Amapola, pero también la visión aterradora del cuerpo de sor Amargura colgando del cordón de su hábito. Desde ese momento solo tendría sus pies, sus manos, sus pensamientos y el pequeño cuchillo que agarró en la cocina, cuando sor Agrónoma, como loca, iba, del huerto a la capilla y de la capilla al huerto, diciendo: «El diablo habitaba en su cuerpo, el diablo habitaba en su cuerpo».

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