Ya sí estoy en Úbeda

26-02-2012.

Campo era un pueblecito pequeño, pero comparado con la pequeñez de algunos lugares de los alrededores, para mí era la capital. Había una tienda o bazar en el que podías encontrar muchas cosas de las que buscaras. En una tienda, compré una plancha eléctrica por 30 ptas. que me sirvió durante la campaña para planchar la ropa, después de lavarla y alisar las costuras, pues el piojo proliferaba mucho en esos tiempos. Había un estanco en los soportales, adonde compraba sellos, sobres y blocs para estar en comunicación con mis familiares y amigos.

Había, no recuerdo bien, si una o dos barberías. Al barbero lo veía a veces en la puerta, cuando no tenía clientes, dale que dale a un trozo de madera, puliéndolo. Me acordaba yo de mi pueblo, cuando de niño iba a pelarme y me encontraba al maestro haciendo jaulas para los pájaros. Otras veces, escribiendo cartas delante de un mozalbete que era el feliz enamorado y que, con cara encendida, le decía:

—Póngale usted esas palabras bonitas que se les dice a las novias.

A mí me gusta saber el porqué de las cosas, el motivo por el cual se hace esto o lo otro. Un día, pasé por la barbería y estaba el peluquero dale que dale; y al acercarme, vi que tenía una cuchara de madera de boj en sus manos, terminada. Le pregunté si las hacía para venderlas o por matar el tiempo.

—Son encargo —me dijo—; encargos que nos ha hecho el ejército inglés.

Me quedé un poco perplejo y pensativo. Él siguió dándome amplia información. Estos cubiertos van destinados al 8.º ejército inglés, el que ha desembarcado en África y manda el general Montgomery. Sus soldados llevan en sus mochilas estos cubiertos que pesan poco y que, comiendo con ellos, la comida guisada no quema, como con una de alpaca. Yo le compré una de recuerdo.

Al principio del otoño, me dieron 15 días de vacaciones que rehusé, pues, al no ser oficiales, el largo viaje tenía que sufragarlo por mi cuenta, y no tenía dinero, pues el poco que me traje de mi casa, en bocadillos y escribir se había esfumado. La ración de tabaco que me daban, al no fumar yo, la revendía a los trabajadores, la mayoría andaluces, que trabajaban en las grandes obras de embalses y pantanos que se estaban construyendo en esos lugares. Después me dieron un mes, que sí aproveché. ¡Con qué alegre ilusión monté una feliz mañana en el camión que a diario nos traía el suministro y que me llevaría a Barbastro, adonde el tren enlazaría con el correo que me devolvería a mi soñada Andalucía!

Cuando pasé por Grañén, me agradó verlo de nuevo. Allí disfruté una hermosa primavera. Vinieron a mi mente aquellas frescas mañanas que pasaba labrando maíz y remolacha y, cuando el sol dejaba de lanzar sus rayos en oblicuo, dejábamos la faena después de regar con buen vino clarete el nutriente bocadillo de jamón, tras embolsarnos diez pesetas en aquellos tiempos en que cobrábamos de sobras 0,50 céntimos.

Mientras me recreaba en esos felices pensamientos, el tren, con su gris penacho de humo, entró en Tardienta, que fue el primer pueblo que mis plantas pisaron en la noble tierra de Aragón. Empezaba a anochecer, se encendieron las luces del vagón. Muchos viajeros sacaron sus bocadillos y procedieron a cenar; yo, por no ser menos, también lo hice. Después de comer, muchos se acomodaron para dar unas cabezadas, pues el sonsonete continuado que hacía -junto con el choque de las ruedas al deslizarse por los raíles-, a muchos les despertaba del sueño, aunque parezca una paradoja.

La noche se me hizo larga, pues yo no duermo viajando. Los primeros albores del nuevo día se empezaron a ver por Despeñaperros. Cerramos las ventanillas al pasar por los varios túneles, para que la carbonilla del humo no se incrustara en nuestras pupilas. Me acordé de ese cantar de Luisa Linares que dice: «Donde Castilla empieza y Andalucía termina». Ya estaba en mi Andalucía.

Cuando llegué a la estación de Baeza (pues entonces aún no se denominaba Linares-Baeza), los primeros rayos de sol iluminaban de frente la estación. Los varios minutos que el tren paró fueron efervescentes. ¡Qué bullicio! Unos que terminábamos el viaje, otros que prestos querían ocupar buenos sitios: el trasiego del sube y baja. Me salí de la estación y fui a coger el tranvía que me llevaría a mi pueblo, pues ya estaba preparado. Entonces empecé a ver gente conocida.

El tranvía se puso en marcha. Con su rodar cansino y lento, atravesó el puente sobre el río Guadalimar, después de recorrer varias calles de ese enclave ferroviario camino de mi Úbeda. Ese puente lo vi cuando en la guerra lo bombardearon. Se hizo un agujero en el centro, que impedía pasar a todo vehículo y a los tranvías de tracción eléctrica de La Loma. Los vagones procedentes de Úbeda y Baeza llegaban a ese lugar y el puente lo pasaban los viajeros andando. Desde Canena hasta La Yedra, la marcha se hizo más lenta por el declive que va haciendo el terreno. La lentitud que llevaba era desesperante: ¡con las ganas que yo tenía de pisar las calles de mi pueblo querido…!

Cuando el tranvía pasó por la primera edificación, que era el campo de fútbol (hoy Carrefour), me dije:

—Ya sí estoy en Úbeda.

El desesperante tranvía dejó la carretera y, tirando a su izquierda, pasó por la casería de don Edmundo, el único chalé que había en esos lugares. La nave de la Alsina Graells y, al otro lado, el viejo bar de la estación era el último tramo que recorrería antes de atravesar la carretera de la Explanada y entrar en la estación. Antes de que el convoy parase, ya se escuchaba la cantinela de varias voces:

—¡Hotel Cayola!

—¡Hotel Madrid!

—¡Hotel Comercio!

Yo los conocía a todos. El “gibaete”, con su gorra de plato, era el que más maletas llevaba en su carrillo de mano. El “nalgas”, con su apariencia de normalidad, también llevaba dos gruesas en sus manos. Cogí la mía de madera y, caminando ligero, pronto tuve entre mis brazos a mis seres queridos.

fsresa@gmail.com

 

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