Cargado de vocación
¡Qué día tan bonito! ¿Os acordáis? Después de ocho años, a base de garbanzos y lentejas, llegaba al fin la hora del adiós. ¡Ya éramos maestros! Se humedecen los ojos al recordarlo. «La educación es la más noble profesión del hombre en la Tierra, después del sacerdocio», había dicho el padre Navarrete en infinidad de ocasiones.
—Padre, no puede imaginarse cómo siento en el pecho la llamada.
No era fácil definir la vocación. A veces nos decían que era una llamada imprevista que venía de lejos, pero nadie miraba al cielo para contestar:
—Dígame. ¿Del departamento de vocaciones? Llame más tarde, que estamos en clase de FEN ‘Formación del Espíritu Nacional’ con don Bernardo. Disculpe. Aquí, las clases de don Bernardo son sagradas.
Yo creo que a la mayoría de nosotros nos hubiera gustado ser otra cosa. Uno estudiaba Magisterio porque le gustaba más un traje gris y una camisa blanca que un mono azul, triste y despechugado; prefería llenarse las manos de tiza que de grasa; y, en realidad, el magisterio era más fino y menos cansado que la cosa profesional. No podía compararse pasar la mañana, sudando, con la lima en la mano o desguazando un carburador, que canturreando la salve o la tabla de multiplicar. Pero nos convencieron de que lo nuestro era vocación, una llamada de Arriba para ejercer la obra más grande de misericordia: «Enseñar al que no sabe».
Luego, con el paso del tiempo, íbamos despertando y nos dábamos cuenta de que todo aquello era hermoso y lindo, como un cuento de hadas, pero no dejábamos de pensar en lo felices que seríamos de haber estudiado arquitectura, para levantar pisos y forrarnos gracias a la burbuja inmobiliaria. ¿O no?
A mí no me parece mal que, si alguien tiene una determinada vocación, se entregue a ella en cuerpo y alma. Lo que no me parece tan bien es que, no teniendo otra posibilidad, alardearan tanto de nuestra vocación. Pero nos lo creíamos, dábamos gracias a Dios por su llamada y, durante algún tiempo, actuábamos en consecuencia.
Por ejemplo, mientras duraba la vocación, justificábamos cualquier travesura de nuestros alumnos:
—Compréndalo señora; el chico no pretendía sentarla de un balonazo. Practicaba un deporte, que es algo que todos deberíamos hacer con cierta frecuencia —y seguíamos a lo nuestro, sin más—.
Luego, cuando la vocación se atenuaba, veíamos a la señora en el suelo y nos dábamos la vuelta, para que no supiera quién era el responsable del patio aquella semana.
Cuando teníamos vocación, pasábamos la tarde del domingo corrigiendo cuadernos y poniendo oportunos comentarios al final de cada ejercicio:
—¡Muy bien, Martínez, sigue esforzándote!
Después, cuando se acababa la vocación, pasábamos la tarde bebiendo cerveza, frente al televisor, viendo los partidos del Atlético de Bilbao, el único equipo del que todos los jugadores eran paisanos de san Ignacio.
Cuando teníamos vocación, nos encantaban las reuniones de padres; pasábamos un mes preparando la charla sobre el team teaching ‘equipo docente’ y los objetivos básicos, optativos y proactivos ‑quiero recordar‑; llevábamos al día las programaciones y nos presentábamos voluntarios para organizar cualquier salida cultural.
Más tarde, cuando declinaba la vocación, convencíamos a las madres para que se hicieran cargo de sus hijos durante la excursión, colaborando así con el colegio en las tareas educativas, cazando insectos, clasificando hojas de árboles y rastreando fósiles del mioceno, para reforzar los vínculos afectivos con los educandos. Eso nos permitía pasar unas horas a la sombra, sentados en el chiringuito, fumando y tomando unas cañas con la profesora de tercero de ESO (que hay que ver lo buena que estaba la Vanessa).
Cuando teníamos vocación, empezábamos la clase explicando la descomposición factorial y sacando a la pizarra a los más torpes, hasta asegurarnos de que todos se habían enterado del asunto. Luego, cuando la vocación palidecía, les mandábamos resolver los treinta ejercicios que venían al final de la lección, nos sentábamos tranquilamente, poníamos a un alumno de vigilante para que no copiaran, abríamos el periódico y resolvíamos con deleite el crucigrama, para mantener activo el intelecto y prevenir el alzheimer.
Cuando teníamos vocación, emulando al padre Lara, nos convertíamos en el Mourinho del colegio, los fines de semana:
—Manolo, tú esperas el pase de Martínez, te cuelas entre la defensa y disparas raso, fuerte y junto al palo. ¡Ahí, no llega… ni Casillas!
Pasábamos la mañana con el 600 lleno de niños, corriendo de aquí para allá, con la carpeta de las fichas perfectamente cumplimentadas, con todas las fotos de los jugadores en tamaño carné y el sello oficial de la Federación. Nos dejábamos la garganta en el partido y pillábamos un cabreo de aquí te espero, cuando los salesianos nos ganaban, sin tener en cuenta que nos estábamos dejando el sueldo en gasolina. En primavera, organizábamos acampadas, como el hermano Tamargo, y salíamos con los alumnos por las calles sin el menor pudor, desfilando y cantando las melodías que veníamos ensayando desde septiembre.
Luego, cuando la vocación decaía, pasábamos el fin de semana en un pub, hasta las cinco de la mañana, bebiendo cubatas, oyendo canciones sudamericanas y mirando a la rubia, de reojo, a ver si se daba bien la cosa y triunfábamos de una puñetera vez.
Cuando teníamos vocación, nos moríamos por intervenir en los claustros, con una cita de Unamuno que llevábamos una semana aprendiendo de memoria. A la más mínima, nos arrellanábamos en el sillón, levantábamos lentamente la cabeza, al estilo Rubalcaba, y decíamos ahuecando la voz:
—Pues dice Unamuno que, conservando una niñez eterna en el fondo del alma, se alcanza la verdadera libertad.
Y se nos caía la baba al ver la cara de asombro del director, un pobre ignorante, y nos quedábamos tan a gusto.
Cuando nuestra vocación exhalaba sus últimos suspiros, las frases de Unamuno no nos importaban en absoluto. Corríamos a abrirle la puerta a Vanessa y procurábamos sentarnos frente a ella, para dedicarnos, durante el claustro, a mirarle las piernas y el escote, sin abrir la boca para no perder detalle (y es que hay que ver lo buena que estaba la joía).
La vocación, como la mayoría de los grandes asuntos de la vida, es muy hermosa, aunque efímera y pasajera. O sea, que dura lo que dura. De todos modos, yo quiero animar a los maestros que han sabido mantener viva su vocación y desearles, sinceramente, que esa llama siga encendida durante mucho tiempo. O mejor, que no se apague nunca.