«Quitó. ¡No!: tapó», y 2

29-07-2011.

De niño había visto vecinos y conocidos que habían fallecido. Había observado llegar, a la casa del finado, a Alameda con su metro de cinta, a medirlo para hacerle la caja a medida. Todas esas cosas yo las observaba. Veía el cadáver amortajado casi siempre de negro; muchos lucían, para ese viaje sin retorno, el traje que llevaron el día feliz de su casamiento. En el portal de casa o en alguna habitación con­tigua, en el suelo, encima de una manta o cobertor, allí estaba estirado, rígido, inerte, cuya cara parecía de cera, con sus ojos cerrados y hundidos, algunos con una expresión de haber encontrado esa paz y esa tranquilidad que en la vida no encontramos o no sabemos encontrar. Casi todos, en ese día de óbito, estrenaban unos calcetines negros de hilo. Era lo primero que veía, cuando me topaba con un difunto: sus pies. Cuatro velones daban luz a la estancia y se escuchaba, a veces, el chisporroteo de los cirios.

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