18-12-2010.
—Mira estos números, a ver si me ha tocado algo.
Mi mujer viene de la cocina y deja encima de la mesa un sobre lleno de números de lotería, muy bien doblados, con notas escritas a bolígrafo para saber el establecimiento en el que los compró: panadería, frutería, supermercado… Mi mujer no compra décimos enteros, porque eso desequilibraría su presupuesto familiar. Sin embargo, le gusta aceptar las participaciones que le ofrecen, con la ilusión secreta de poderme dar, alguna vez, una gran alegría. De Pascuas a Ramos, le toca «lo puesto» ‑como ella dice‑ y eso supone una pequeña fiesta. Llama a todo el mundo por teléfono y espera a que vuelva del trabajo nuestra hija, para enseñarle el papelito con cierto orgullo:
—Mira, me ha tocado. Si yo ya lo sabía. Este año tenía que acabar en siete. Lo han estado diciendo, todos los días, en “Saber vivir”.
Y mi hija, que algo ha sacado de su padre, le pregunta con aviesas intenciones:
—¿Mamá… y por qué no compraste un par de décimos, en la Administración?
—Porque en esta casa los décimos los compra tu padre y así nos va. ¡Ni lo puesto!
Entonces, se acerca y me pregunta con esa mezcla de ingenuidad y esperanza que es patrimonio exclusivo de algunas mujeres:
—¿De verdad que este año tampoco nos ha tocado nada?
—Nada.
—Pues a mí, sí.
—Ya lo veo. ¿Y qué harás con el dinero? ¿Lo guardarás en la Caja B? Ten cuidado que ahora la evasión de capitales está muy castigada.
Ella, muy seria, vuelve a la cocina a seguir pensando en sus cosas y a darle vueltas al asunto, sin poder comprender que, de los ocho o diez décimos que juega su marido, ni uno solo haya resultado afortunado. A ella le gustaría llamar por teléfono a sus padres, darles la gran noticia y regalarles al menos un millón, de los de antes, a ver si, de una vez, arreglaban el tejado de la casa del pueblo. Para que su madre se comprara, por fin, el abrigo de pieles que siempre quiso tener y su padre un Rolex o una estilográfica Mont Blanc, para hacer los sudokus y presumir en el bar con los amigos.
Pero lo peor no es que la lotería nos pueda dar la espalda. Lo verdaderamente preocupante es que pueda tocarle a alguien conocido. Hace dos o tres años, cuando les tocó el premio gordo a varios vecinos de la escalera, yo no sabía dónde mirar al cruzarme con ellos en el rellano o en la portería. Con qué cinismo preguntaban:
—Qué, ¿a vosotros cuánto os ha caído?
—Nada; a nosotros nada.
—¿Nada? ¡No puede ser! Pero hombre, si te dije que iba a salir y que estaba comprando todo el mundo. Mira, a nosotros cuarenta “milloncejos”. Ya tenemos para tapar unos agujeros.
Y a uno, mientras se pregunta qué agujeros tendrán que tapar esos vecinos que tienen un ático de ciento sesenta metros cuadrados y tres plazas de parking, se le va poniendo cara de “pringao”, pensando en que todos se enterarán de que, en la escalera, hay un imbécil al que le ofrecieron un décimo del premio gordo y no lo compró. Y ese era yo. Y en el coche, mi mujer, que no olvida la broma cruel de la Caja B, aprovechará la ocasión para insistir y seguir martirizándome a preguntas:
—¿Por qué no compraste? Parece mentira, con lo listo que eres para algunas cosas y para otras —y dice «otras» con retintín—… ¡Con la cantidad de horas que pasas por ahí, perdiendo el tiempo!
Uno se calla, sin saber qué decir, pensando que, si hiciera caso a todos los que le ofrecen lotería en el bar, en la calle, en el club de tenis, en las peñas, en los restaurantes, en su antiguo trabajo o en el vecindario, no le quedaría dinero ni para las uvas de Nochevieja. Si comprara un número a todos los que le dicen que este año terminará en cero, en cuatro, o en nueve, se dejaría en la calle una fortuna. Si cediera a los que intentan convencerle para que coja un décimo porque es de Sort, o de Teruel ‑que parece que los décimos se venden también por su denominación de origen, como el jamón de Jabugo o las gambas de Huelva‑, pronto estaría sumido en la más pavorosa de las miserias.
Por eso, deseo que, si no me toca el premio gordo, que es lo más probable, caiga en Extremadura, en Galicia, o en Andalucía; que esté muy repartido y que le toque a mucha gente necesitada. También deseo que el premio llegue a muchos jóvenes, de los que no tienen trabajo, para verles felices por la tele, abrazándose, haciendo proyectos y abriendo botellas de sidra o de champagne. Pero lo que deseo de todo corazón es que no me conozcan.
Así podré decirle a mi mujer que no haga caso, que eso son campañas de la televisión, para animarnos a seguir comprando lotería. Podré explicarle que Dios siempre acude a la mayor necesidad y que, este año, nosotros tenemos muchas razones para darle gracias. Y podré pasear tranquilamente por la calle, con la cara muy alta, sabiendo que nadie pensará de mí que soy un pardillo al que le ofrecieron un número del premio gordo y, fue tan tonto, que no lo compró.
Barcelona, 17 de diciembre de 2010.