¿Qué sucede cuando el sistema educativo no es útil ni al educando ni a la sociedad? Ocurre que los educandos, defraudados, se convierten en instrumentos de escasa utilidad y los educadores pierden la vocación y el compromiso que les llevó a ejercer su sagrada profesión. Cuando la vocación se ve contrariada, una y otra vez, se convierte en desengaño: el desengaño es la semilla de la desconfianza y la desconfianza es la trampa que ahoga cualquier vestigio de nuevos compromisos y esperanzas.
Esta funesta espiral del fracaso es una formidable máquina de destrucción de los pilares en los que debe asentarse cualquier progreso social que se pretenda. La educación alejada de los valores humanos, comúnmente aceptados, pierde su auténtico sentido para transformarse en un torrente de anarquía y desconcierto, que acaba arrastrando al hechicero que intentó modificar su cauce lógico y natural.
Eso, al menos, parece deducirse de la importancia y cuidado que le dedican los países que están a la cabeza de la educación en Europa. En Finlandia, por ejemplo, los profesores son considerados como los profesionales más importantes de la sociedad. Ser maestro de Primaria requiere seis años de carrera universitaria en los que se cuidan, tanto los conocimientos de las materias que se imparten, como la preparación de los profesores en el campo de la pedagogía. Un profesor comprometido razona con sus alumnos, los motiva, les ayuda a obtener los mejores resultados, a ser más felices y, en consecuencia, mejores personas.
En España, lamentablemente, la educación se ha visto sometida a la ideología de los gobiernos sucesivos, en evidente perjuicio de los intereses del menor. Los resultados están a la vista. Tenemos un sistema que favorece a los alumnos menos trabajadores; las bajas por depresión, entre profesores, están a la orden del día; el nivel de exigencia es cada vez menor; hay que defender, con leyes, a padres y maestros de la violencia de sus alumnos. Asombra que hablar de respeto, voluntad, esfuerzo, espíritu de superación y sacrificio se considere rancio y anticuado. Las consecuencias están a la vista. Nos acabamos de enterar de algo que ya sabíamos desde hace tiempo: el fracaso escolar, en España, es de los más elevados de Europa.
Hace unos días, me comentaba el Delegado de una importante promotora nacional que hasta tres veces le habían llamado de la comisaría para comunicarle la detención de su hijo de diecisiete años. La primera, por conducir sin carné; la segunda, por un asunto menor con drogas; y, la pasada primavera, por sustracción de material deportivo (unas raquetas de tenis) del stand de una conocida marca, durante el Torneo Conde de Godó.
—¡No sé qué hacer! Pero lo peor —me decía— es que tienen la sensación de que la culpa de todo la tenemos los padres. Les han convencido de que estamos en deuda con ellos, que les debemos algo, que nuestra generación es la responsable de lo que les ocurre. Sinceramente, estoy hecho un lío.
Mientras tanto, por miedo o timidez, la sociedad sigue aceptando la situación de forma resignada, como si fuera la más lógica y natural del mundo, para evitar que nuestros conciudadanos nos desprecien o rechacen. Nos dejamos arrastrar por la corriente perversa que imponen los medios de comunicación, para parecer modernos, actuales y avanzados; porque es más cómodo, y para no complicarnos la vida; no sea que, si protestamos, nos tomen por fachas, anticuados y retrógrados. Desde hace tiempo, nadie se preocupa de la moralidad o inmoralidad de los programas educativos. Nos desentendemos y culpamos al ambiente, los tiempos y las circunstancias. Somos como aquella gallina que decía: «Yo no soy puta. Es que a mí me da igual».
Y aquí vienen que ni pintadas las palabras de Isaías: «¡Ay, de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno, malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!».
Algún día, quizás, las generaciones venideras se asombrarán, al contemplar el espectáculo de nuestra deslealtad; la complicidad de una sociedad que, desertando de sus irrenunciables deberes, se dedicó a mirar para otro lado, cuando su deber le exigía defender uno de los derechos humanos más sagrados: el derecho a la educación.