Yo creo, querido Antonio, que lo que pasa es que tienes un alma grande y buena; y bien se ve, por esas palabras que me dedicas; que uno, al venir del sabio y del amigo, no tiene más remedio que aceptarlas agradecido, con la humildad y sencillez del pavo real. Muchas veces, mientras te leo ‑que te leo mucho, a ver si aprendo algo‑, pienso que si el saber ocupara lugar, ese lugar estaría en Suiza, en tu cátedra, desde donde llevas tantos años dedicado a la más grande y noble de las tareas: «Enseñar al que no sabe».
Uno, que se tiene por persona sencilla y se limita a opinar sobre esas cosas que se ven y oyen por la calle, piensa que tú fuiste de los pocos que en los años sesenta entendieron el verdadero sentido de la frase: «España es diferente». Por eso, porque España era tan diferente, te fuiste a terminar tus estudios a Suiza. No obstante, uno se sorprende al observar las diferencias entre personas nacidas en la misma tierra: mientras Montilla se catalanizó a los cuatro días de llegar a Cataluña, tú, sin embargo, después de tantos años en Suiza, no te acabas de suicidar.
Yo esperaba que, con ocasión del adiós a Las Chinitas, algún guasón de los que antes frecuentaban este Café me dedicara un epitafio que dijera, más o menos: «Gracias. Al fin podremos descansar en paz, en el Rincón». Pero no ha sido así, aunque muchos lo habrán pensado. No obstante, es de agradecer que, después de tanto tiempo, las chinitas hayan contado, hasta el final, con la aprobación de una inmensa minoría.
Nunca se lo he dicho a nadie ‑porque nunca me ha gustado pegarme al folio con cosas así‑; pero, a mitad de los años setenta, me presentaron una noche a don Camilo José, en un club bastante privado, aquí en Barcelona. ¡Qué lástima que yo no conociera su obra como hoy! Desde entonces, más de tres noches y más de cuatro he pasado leyendo sus geniales ocurrencias. A Cela, que también fue alumno de jesuitas, le encantaba hablar de sus compañeros y maestros. Del padre Silvino ‑su profesor de francés‑, decía que era bajito, malhablado, y que solía perder los nervios con frecuencia. Un día, en el que estaba fuera de sus casillas, empezó a gritar, a grito pelado, que: «Del coño de su madre no se reía nadie».
¡Ahí es nada! Compararme con don Camilo, maestro admirado y dilecto mentor. Y todo, por relatar mi conversación con un taxista, sencillamente, mientras recorría esta jungla de obras, semáforos y socavones. Un suceso sin importancia, que traté de reflejar tal y como sucedió, con la mayor fidelidad de que fui capaz, sin añadir al escrito ni un punto ni una coma.
No me lo tengas en cuenta, pero yo creo que estas cosas se deben a que, el que más y el que menos, por estas fechas, empieza a tirar de espíritu navideño. Es tiempo de «Pelillos a la mar»; de «No te preocupes»; de que «No, ¡coño!, que la culpa fue mía, que soy un gilipuertas»; de «Borrón y cuenta nueva»; y de «¡Feliz Navidad!». Fíjate, si serán verdad estos razonamientos que te cuento, que hace unos días me decía ‑porque yo muchas veces me digo cosas, aunque en ocasiones no me oiga‑ que, bien mirado, después de todo, Zapatero no es culpable de nada.
Son buenas estas fechas. Buenas y convenientes. Son días para la reflexión afectuosa, el reencuentro amistoso, la tregua afable y el descanso en la lucha. Fechas para evitar el golpe y la estocada. Días de luces, sonrisas, estrellas y regalos. ¡Lástima que duren tan poco tiempo! Este año, en mi carta a los Reyes, pediré que estas fechas se alarguen, durante doce meses, para que cualquier día del año nos podamos decir: «¡Feliz Navidad!». Será cosa de no perder la esperanza, ni de ponerse triste por haberla perdido.